Hace tiempo, un hombre de cincuenta años, técnico de profesión, serio y callado—como alguna vez le dijo su esposa—, se sentó frente al ordenador no para trabajar, sino para vaciar su dolor en palabras que brotaban como lágrimas.
Dieciséis años atrás, partió al extranjero buscando mejor suerte. Pronto se estableció, llevó consigo a su esposa e hijos. Poco después, su padre murió, dejando a su madre sola en la vieja casa familiar, perdida entre las colinas de un pueblo de Castilla.
Nunca se quejó. En sus llamadas, siempre decía que estaba bien, que no necesitaba nada. Solo una pregunta, suave y temerosa, delataba su soledad: «¿Cuándo vendrás?» En ese «cuándo» latía toda su nostalgia, el vacío que intentaba esconder.
Siempre la cuidé—pensaba—. Nunca la olvidé. Pero la culpa, pesada como una losa, lo corroía: no cumplió su promesa.
Cada agosto, cuando su empresa cerraba por vacaciones, volvía a España. Era su tiempo sagrado. Visitaban amigos, parientes lejanos, los lugares donde su madre había sido feliz con su padre en su juventud. Con los años, la llevaba a médicos, balnearios, cuidaba de su salud. Iban al cine, paseaban por callejuelas empedradas, recibían visitas en la casita humilde. Ella lo mimaba con empanadas de manzana y canela, o con potajes de legumbres—sabores de infancia que nunca olvidaría.
Al despedirse, ella lo acompañaba hasta la verja, pero nunca al tren o al aeropuerto. Sabía por qué: no quería que viera sus lágrimas. Y él, necio, le juraba que volvería pronto, que intentaría estar en Navidad o Semana Santa, sin esperar otro agosto. Promesas rotas que ahora le quemaban el alma.
Sí, regresó en diciembre pasado. Pero no para abrazarla, ni para oler sus empanadas recién horneadas, ni para escuchar su voz diciendo: «Ven, el té está caliente». Volvió para enterrarla.
Lo único que lo consolaba era saber que murió en paz, dormida, sin sufrimiento. Pero eso no aliviaba el peso en su pecho, ni el remordimiento que gritaba dentro de él, ni la certeza de que estaba solo en el mundo, huérfano y perdido.
Y ahora, otra vez en agosto, como siempre, sus pasos resonaban en el silencio al acercarse a la casa. La llave temblaba en su mano, el cerrojo crujía, la puerta se abría a la nada. No había aroma a berenjenas fritas o mermelada de ciruela, ni pasos en el pasillo. El silencio le aplastaba los oídos, como si el techo fuera a desplomarse sobre sus recuerdos.
Pasaron días antes de atreverse a tocar sus cosas. Pero no pudo: ni las revistas ordenadas en la mesa, ni su chal tejido en el sillón, ni la foto antigua en el armario. Todo seguía igual, como si ella fuera a aparecer en cualquier momento y preguntarle por qué tardaba tanto.
Quería gritarles a los hijos que vivían lejos de sus padres: ¡Volved a ellos, aunque cueste! Cumplid vuestra palabra, aunque la vida os arrastre. Porque llegará el día en que tendréis tiempo, dinero y fuerzas, pero aquel por quien lo guardabais ya no estará. Y no hay nada más desgarrador que estar ante la puerta cerrada de la casa paterna, sabiendo que detrás solo hay frío y vacío.
No es solo dolor. Es un golpe del que no se sale. Son pasos que resuenan en un pasillo vacío, el olor a lumbre que se apaga, la certeza de que llegaste tarde… para siempre.