El Regreso al Hogar
En una vieja casa al borde del pueblo de Valdelinares, perdido entre los bosques de la sierra de Guadarrama, olía a polvo y esperanza. Isabel, temblorosa en un destartalado autobús que avanzaba por un camino lleno de baches, sentía náuseas. El polvo le llenaba los pulmones, y el corazón se le oprimía de melancolía. ¿Por qué había decidido volver? Vivir sola en una casa del campo, y en su estado, era pura locura. Pero la decisión estaba tomada, y no había vuelta atrás.
Isabel llevaba tres años enferma. La última visita al médico le había dado una frágil esperanza: el tratamiento funcionaba, pero nadie sabía por cuánto tiempo. “Con su diagnóstico, nada es predecible”, le dijo el doctor con frialdad. Isabel no discutió. La vida había perdido su sabor hacía tiempo. Con su marido, Javier, compartían techo, pero eran extraños. Cuando la enfermedad la arrasó, él se distanció aún más, como si ya buscara reemplazo para no quedarse solo. El amor había muerto años atrás, e Isabel lo aceptó.
Pero ayer ocurrió algo que lo cambió todo. Al volver del hospital, exhausta, arrastrando los pies, encontró su pequeño piso convertido en una taberna. Javier, celebrando el inicio de sus vacaciones, había traído a toda su cuadrilla. El humo del tabaco, las palabrotas y el olor a alcohol impregnaban cada rincón. Isabel se marchó al parque, vagó durante horas, pero al regresar solo halló basura, botellas vacías y los ronquidos de su marido. Por la noche, cuando él despertó, se sirvió otra copa de aguardiente. Intentó hablar, pero solo recibió un grosero reproche:
—¡El piso es mío, ¿entiendes?! La fábrica me lo dio. Bebo si quiero, y hago lo que me da la gana. ¡Y tú aquí no pintas nada!
«¿Quién soy aquí?», pensó Isabel, tragando lágrimas. Su trabajo, humilde y mal pagado, no merecía la pena aferrarse a él. «Mañana lo dejo y me voy—decidió—. Al campo, a la casa de mis padres. Al menos podré pasar mis días en paz, sin gritos ni borracheras».
La casa la recibió con el aroma de la madera añeja y las hierbas secas. El corazón le dolía de nostalgia. Tras la muerte de su madre, solo había vuelto una vez, para el funeral. Pero la casa parecía cuidada—al parecer, los vecinos la habían vigilado. La llave, como en su infancia, estaba bajo la losa del porche. La cerradura chirrió, pero cedió. Isabel entró, respiró el aire polvoriento y susurró:
—Hola, casa.
Las tablas del suelo respondieron con un crujido, como si la saludaran. Abrió las contraventanas de par en par, dejando entrar el sol, y, tras cambiarse de ropa, fue al pozo por agua. Allí la recibió la vecina, Antonia.
—¡Isabel, ¿eres tú?! —exclamó la mujer, sorprendida—. ¡Has vuelto! Mi Joaquín ha cuidado la casa, no fue en vano. Qué bien que hayas venido. Esta noche, ven a cenar con nosotros.
Isabel limpió ventanas, quitó el polvo, fregó los suelos hasta que brillaron. La casa revivió, respirando calidez. El cansancio la aplastó—la enfermedad no la olvidaba. Pero decidió encender la chimenea, para ahuyentar la humedad. Esa noche, en casa de los vecinos, compartió su pena entre platos sencillos, y Antonia, escuchándola, negó con la cabeza:
—Has hecho bien en volver. Aquí te queremos, Valdelinares es tu hogar. ¡Y eso de rendirte, olvídalo! Podrías trabajar en Correos, necesitamos cartero. El pueblo es pequeño, te será fácil. Y ve a ver a la curandera, Petra, ella te dará remedios. Todas las dolencias vienen de los nervios, ya lo sabes. Aquí tenemos paz y sosiego.
Isabel se durmió con una sonrisa, pensando en la bondad de los vecinos. Por la mañana, una extraña energía la despertó—ganas de vivir, de hacer algo, algo que no sentía desde hacía años. Después del desayuno, fue a Correos para pedir el puesto. El dinero nunca sobraba, y no quería estar ociosa. Mientras caminaba por las calles del pueblo, sentía las miradas de los vecinos. Todos se detenían, le sonreían, le deseaban salud.
—¡Buenos días! —respondía ella, con un cálido nudo en el pecho.
El verano dio paso al otoño. Ser cartera se convirtió en un placer: caminar sin prisas por el pueblo, asomarse a cada puerta, cambiar unas palabras. El aire, puro y vivificante, llenaba sus pulmones. Isabel sintió una calma que nunca había conocido en la ciudad. Sus mejillas se sonrojaron, su rostro recuperó frescura, como una manzana madura. Las infusiones de la curandera Petra la ayudaron: dormía profundo, comía con apetito, y la debilidad se alejaba.
La enfermedad la soltó. Isabel vivió en Valdelinares muchos años más, envuelta en el calor de su hogar y la bondad de la gente. La felicidad, al parecer, no pedía mucho—solo paz en el alma, el cobijo de las paredes viejas y la certeza de que uno es querido. ¿Y la enfermedad? En verdad, vino de los nervios, como todas las desgracias.