Regresó al amanecer con el sabor del pasado en sus labios.

Regresó a casa al amanecer. En sus labios, el sabor del pasado.

Alejandro cruzó el umbral cuando apenas despuntaba el alba. Había estado fuera toda la noche. En el recibidor lo esperaba Lucía, pálida, con los ojos hinchados, en camisón y descalza.

—¿Por qué no llamaste? —Su voz temblaba como una cuerda al límite.

—No pude… Perdóname —murmuró él, evitando su mirada. Entró en la cocina, preparó la cafetera mecánicamente: café molido, agua.

No sabía por dónde empezar. ¿Qué decir? ¿Cómo explicar que una sola noche lo había transformado por dentro? ¿Lo entendería Lucía? ¿Le creería?

Ella se sentó frente a él, en silencio, sin reproches. Solo esperaba.

Alejandro sacó del bolsillo un papel cuidadosamente doblado, lo desplegó. Un solo vistazo de su esposa bastó para que lo comprendiera todo. Un nombre. Una sola palabra: “Sofía”. Y todo cobró sentido.

Tres años atrás. Todo comenzó un viernes cualquiera.

La semana laboral había terminado, y Alejandro Martín, jefe del departamento de ingeniería en una constructora, cerró la puerta de la oficina con alivio. Hacía calor, olía a primavera y a esperanza. Soñaba con una cena tranquila, con las risas de sus hijos, con planes para la casa de campo junto a Lucía, su esposa. Todo era como siempre. Hasta que una mirada casual lo cambió todo.

La vio.

Quince años sin contacto, y aún así la reconoció al instante. Sofía. Su primer amor. Aquella que alguna vez le hizo arder el pecho, le cortó la voz y le dejó las palmas sudorosas.

Recordó: tercero de la ESO, sus rizos dorados, sus sonrisas tímidas, las miradas fugaces. La primera confesión. Tres años de amistad, un beso en la graduación, la promesa de estar juntos… Y luego, el adiós frío: “Me caso. Nuestra infancia ya pasó”.

Sufrió, pero la vida siguió. Estuvo Lucía. Segura, tranquila. Con ella construyó una familia: hijos, rutinas, un hogar.

Pero aquel reencuentro… Se encontraron frente a frente en la Gran Vía. Sofía hablaba de un congreso científico, de un sábado en la ciudad donde crecieron. Él asentía, pero no escuchaba sus palabras, solo el latido de su propio corazón.

En el café, todo se mezcló: pasado y presente. Sofía, exitosa, hermosa, casada. Sin hijos todavía, pero con planes. Reía, rozaba su mano, y él olvidaba quién era, dónde estaba, a quién debía llamar.

Luego vino la habitación de hotel. El champán. La nostalgia agridulce. Esa noche, fue de nuevo aquel adolescente enamorado. Besó su cabello, susurró lo que nunca dijo en su juventud. Sofía repetía: “Nunca te olvidé”.

Pero el amanecer llegó como una sentencia. En la estación, ella lloró; él calló. En el tren, le dejó su número en un trozo de papel arrugado. Y desapareció.

Alejandro volvió a casa. Al amanecer. Culpable, perdido. Sus hijos salieron de sus habitaciones, inquietos, en silencio. Ni siquiera encontró palabras. Solo susurró:

—Perdonadme…

En la cocina, el silencio habitual. Lucía lo miraba, como escuchando sus propios pensamientos. Él sacó el papel. Ella vio el nombre. Su voz se quebró:

—¿Y qué, Alejandro? ¿Quieres volver ahí? ¿A tu infancia?

Recordó cuando, una vez, le contó la historia de su amor adolescente, tumbados en el césped bajo el cielo de la casa de campo. Ella se rió entonces, pero lo recordaba todo.

Se acercó a la ventana, contempló la ciudad. Luego, con cuidado, rompió el papel y lo tiró. Abrazó a su esposa, susurró:

—Perdóname. Nunca más. Lo juro.

Ella no lo rechazó, pero tampoco se acercó.

—Se acabó, Alejandro. La juventud terminó. Resuelve tus sentimientos. Yo resolveré los míos.

Pasó un mes. Vivían bajo el mismo techo, pero separados. Él dormía en el sofá. La casa estaba sumida en un silencio pesado. Los niños cuchicheaban, como si hubiera ocurrido una tragedia. Y lo era, aunque no fuera una muerte, sino la pérdida de la confianza.

Pero una mañana, Lucía dejó una taza de café junto a su mano. Y, en ese instante, algo cambió. Sin palabras. Sin explicaciones. Simplemente, volvió.

Ella lo ayudó a superar la vergüenza. Lo trajo de vuelta del pasado al presente. A la familia.

No volvió a ver a Sofía. Ni quiso hacerlo. Los recuerdos llegaban en silencio, con una leve tristeza, pero sin dolor. Todo pasó. Solo quedó un poso. Ligero, amargo. Como el café de la mañana, bebido en soledad.

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Regresó al amanecer con el sabor del pasado en sus labios.