Él regresó a casa al amanecer. En sus labios, el sabor del pasado.
Javier apareció en el umbral casi con la luz del alba. Había estado ausente toda la noche. En el recibidor lo recibió Lucía, pálida, con los ojos enrojecidos, en camisón y descalza.
—¿Por qué no llamaste? —Su voz temblaba como una cuerda tensa.
—No pude… Perdóname —murmuró él, evitando su mirada. Entró en la cocina, preparó el café casi por inercia: llenó la cafetera, agregó el agua, el polvo aromático.
No sabía por dónde empezar. ¿Qué decir? ¿Cómo explicar que una sola noche lo había transformado por dentro? ¿Lo entendería Lucía? ¿Le creería?
Ella se sentó frente a él, en silencio, sin reproches. Solo esperaba.
Javier sacó del bolsillo un trozo de papel cuidadosamente doblado, lo desplegó. Un solo vistazo de su esposa, y lo entendió todo. Un nombre. Una sola palabra: «Sofía». Y todo cobró sentido.
Tres años atrás. Todo comenzó en un viernes cualquiera.
La semana laboral había terminado, y Javier Méndez, jefe del departamento de ingeniería en una constructora, cerró la puerta de la oficina con alivio. Hacía calor, olía a primavera y a esperanza. Soñaba con una cena tranquila, con las risas de sus hijos, con planes para la casa de campo junto a Lucía, su esposa. Todo era como siempre. Hasta que una mirada lo cambió todo.
La vio.
Quince años sin contacto, y la reconoció al instante. Sofía. Su primer amor. Aquella que una vez le hizo arder el pecho, le cortó la voz y le entumeció las manos.
Recordó: tercero de la ESO, sus rizos dorados, sus sonrisas tímidas, las miradas fugaces. La primera confesión. Tres años de complicidad, un beso en la graduación, la promesa de estar juntos… Y después, el adiós frío: «Me caso. Nuestra infancia ya terminó».
Sufrió, pero la vida siguió. Estuvo Lucía. Segura, tranquila. Con ella construyó una familia, llegaron los niños, los hábitos, las rutinas.
Pero ese reencuentro… Se quedaron frente a frente en el paseo. Sofía hablaba de un congreso científico, de un sábado en la ciudad donde crecieron. Él asentía, pero no escuchaba sus palabras; solo el latido de su propio corazón.
En la cafetería, pasado y presente se mezclaron. Sofía, exitosa, hermosa, casada. Sin hijos aún, pero con sueños intactos. Reía, rozaba su mano, y él olvidaba quién era, dónde estaba y a quién debía una llamada.
Después, la habitación de hotel. El champán. La nostalgia agridulce. Esa noche fue otra vez aquel chico enamorado. Besó su cabello, susurró lo que nunca dijo de joven. Sofía repetía: «Nunca te olvidé».
Pero el amanecer llegó como una condena. En la estación, ella lloró; él calló. En el tren, Sofía le dejó su número garabateado en un papel arrugado. Y desapareció.
Javier volvió a casa con la aurora. Culpable, perdido. Sus hijos salieron de sus habitaciones, alertas, en silencio. Ni siquiera encontró palabras. Solo susurró:
—Perdonad…
En la cocina, el silencio de siempre. Lucía sentada frente a él, quieta, como escuchando sus propios pensamientos. Él sacó el papel. Ella vio el nombre. Su voz se quebró:
—¿Así que, Javier? ¿Quieres volver a eso? ¿Regresar a la adolescencia?
Recordó cuando le contó aquella historia de amor juvenil, tumbados en el césped bajo el cielo de la finca. Ella se rió entonces, pero lo recordaba todo.
Se acercó a la ventana, observó la ciudad un largo rato. Luego, con cuidado, rompió el papel y lo tiró. Se acercó, abrazó a Lucía y le susurró:
—Perdóname. Nunca más. Te lo juro.
Ella no lo apartó, pero tampoco se acercó.
—Se acabó, Javier. La juventud terminó. Arregla tus sentimientos. Yo arreglaré los míos.
Pasó un mes. Vivían cerca, pero no juntos. Él dormía en el sofá. En la casa reinaba un silencio opresivo. Los hijos hablaban en susurros, como si hubiera una pérdida. Y la había. Pero no era la muerte, sino la confianza rota.
Hasta que una mañana, Lucía dejó una taza de café junto a su mano. Y en ese gesto, algo cambió. Sin palabras. Sin explicaciones. Simplemente, volvió.
Ella lo ayudó a sobrellevar la vergüenza. Lo trajo de vuelta al presente. A la familia.
Con Sofía no volvió a verse. Ni quiso. Los recuerdos llegaban con una melancolía suave, sin dolor. Todo pasó. Solo quedó un poso. Ligero, amargo. Como el café de la mañana, bebido en soledad.






