**El Regreso a Sí Misma**
Aquel atardecer, supo que él mentía. No por su tono, ni por sus palabras, sino por su silencio. Javier siempre supo callar con elegancia: con una pausa larga, con la mirada perdida hacia un lado, con una sombra de cansancio en el rostro. Ese silencio podía confundirse con reflexión, con profundidad. Pero esa vez era distinto: frágil, afilado, como una máscara tras la que latía algo vivo, torpe, incapaz de esconderse.
—Otra vez se me hizo tarde— dijo, sin mirarla a los ojos, y su voz tropezó contra un muro invisible.
—¿Dónde estabas?— preguntó ella en voz baja, casi un susurro. No había reproche ni sospecha en sus palabras, solo un roce leve con algo que llevaba tiempo arañándola por dentro.
—En el trabajo. Con Álvaro. Hablamos del proyecto. Ya lo sabes.
Ella lo sabía. Pero también sabía otra cosa: Álvaro estaba en Málaga con su familia. Lo había visto en sus historias, había oído su risa en los mensajes. No insistió. No discutió. Todo quedó claro de repente.
—Claro— respondió, recogiendo la taza de la mesa. El gesto fue demasiado suave, automático, como el de alguien que acaba de ver más de lo que quería.
Más tarde, se acostaron como siempre: espalda contra espalda. Él se durmió rápido, incluso roncó, como si nada hubiera cambiado. Ella se quedó despierta, mirando la oscuridad, sintiendo cómo le crecía un nudo en el pecho. No de celos, no de miedo, sino de algo nuevo, pesado, lento como una gota que tarda en caer. No fue una revelación, sino una aceptación callada. Como si alguien dentro de ella le hubiera susurrado: *”Ahí está. Ahora lo sabes.”*
Al día siguiente, compró un billete a Salamanca. Sin plan, sin razón. Le dijo a Javier que iba a casa de su hermana. Él asintió demasiado rápido, con un alivio que no pudo ocultar. Su ausencia no le molestaba, y eso solo reforzó su decisión.
Salamanca la recibió con viento frío y el olor del asfalto mojado. La ciudad parecía dormida, como si no quisiera despertar. Alquiló una habitación en casa de una mujer mayor, de ojos cansados y voz desgastada por el tiempo. Desde la ventana se veían árboles sin hojas y una pared desconchada donde alguien había escrito: *”Vive mientras el corazón lata.”*
Tres días vagó por las calles. No llamó, no escribió. El teléfono quedó en el bolso en silencio, como un objeto innecesario. Bebió café en pequeñas cafeterías que olían a vainilla y soledad, esa soledad cálida que abraza en vez de doler. Observaba a la gente: los que se apuraban, los que reían, los que esperaban a alguien. En cada rostro veía un reflejo de sí misma, de quien había sido antes: ojos brillantes, corazón abierto, fe en el mañana.
Al cuarto día, despertó ligera, como si hubiera dejado atrás una piel vieja. Su cuerpo se sentía liviano, como si hubiera descansado no solo una noche, sino años. Salió con un café en la mano. La mañana era tranquila, sin promesas, pero llena de vida. Y de pronto lo entendió: podía no volver. Podía dejar de ser quien esperaban que fuera. Podía ser solo ella.
Podía ir más lejos. No a París ni a Tokio, sino a Burgos, a León, a Zaragoza. Ciudades donde nadie supiera su nombre ni hiciera preguntas. Seguir viajando hasta que el pasado se desdibujara. Hasta que solo quedara ella: sin roles, sin ser “la esposa” o “la hermana”, sin máscaras ni expectativas ajenas. Tan solo una mujer. Viva. Con sus errores, sus miedos, sus sueños.
En la estación, compró un billete a Valladolid. Luego, a Toledo. Después, ya vería. Durmió en los trenes, con la frente apoyada en el cristal frío. Comió empanadas en los andenes, bebió café en vasos de plástico. Escribió en un cuaderno: pensamientos, frases, recuerdos rotos. Leyó a Machado, volvió a leer a Lorca, subrayó versos que le llegaban al alma. A veces lloró. A veces rio. Otras solo miró por la ventana, y con cada estación sintió que se desprendía de lo que sobraba. Y quedaba lo importante: ella misma.
Pasaron cuarenta y dos días.
Regresó a Madrid a principios de abril. Al piso, que olía a polvo y a pasado olvidado, como un museo abandonado. Todo estaba en su sitio, pero descolorido: las cortinas, los platos, los libros en la estantería. Javier estaba en la cocina, como si no se hubiera movido en todo ese tiempo. La misma mirada, las mismas pausas, las mismas sombras en los ojos. Como si el tiempo allí se hubiera detenido.
—¿Dónde has estado?— preguntó él con esa inseguridad tras la que siempre se escondía la mentira.
—Buscándome— respondió ella—. Y creo que me encontré.
Él calló. Sus manos reposaban sobre la mesa, tensas, inmóviles. Pero ella ya no esperaba una respuesta. No esperaba nada.
Esa noche hizo la maleta. Tranquila, sin prisas. Llevó solo ropa, libros y un álbum viejo de fotos. Lo demás no era suyo. Ni los platos, ni las cortinas, ni los rencores, ni la culpa. Todo eso se quedó atrás.
No se fue de su lado. Se fue hacia sí misma. Hacia donde podía respirar hondo. Hacia donde su voz no temblaba. Hacia donde, por fin, era ella.
Después llegó un trabajo nuevo: sencillo, pero suyo. Con metas claras, con gente que valoraba su esfuerzo, con la certeza de ser necesaria. Un piso pequeño con ventanas a un patio antiguo, donde los pájaros cantaban por las mañanas y los atardeceres se reflejaban en los cristales, como si ardieran solo para ella.
Su voz se volvió más firme, porque ya no tenía que esconderla. Su risa sonaba sincera, no por cortesía, sino porque le nacía de verdad. Fácil, como respirar.
A veces soñaba con él. Las mismas paredes, la misma cocina. Pero incluso en sueños, su silencio era distinto: no por miedo, no por cansancio. Solo calma. Como alguien que ya no debe explicar por qué vive como vive.
Porque el silencio ya no le pesaba bajo la piel. Vivía dentro de ella. Como un hogar. Cálido, luminoso, con las ventanas abiertas de par en par.
Y no había sido huir. Había sido volver.
Había sido empezar.