Regreso a uno mismo

**El Regreso a Mí Misma**

Aquel atardecer, ella supo que su esposo mentía. No por su tono, ni por sus palabras, sino por su silencio. Álvaro siempre supo callarse con dignidad: con largas pausas, con la mirada perdida hacia un lado, con una leve sombra de cansancio en el rostro. Aquel silencio podía confundirse con reflexión, con profundidad. Pero esta vez era distinto: frágil, afilado, como una máscara tras la que latía algo vivo, torpe e incapaz de esconderse.

—Otra vez llegas tarde— dijo él, sin mirarla a los ojos, y su voz tropezó contra un muro invisible.

—¿Dónde has estado?— preguntó ella en un susurro. No había reproche en su voz, ni sospecha, solo una pregunta que rozaba aquello que la arañaba por dentro desde hacía tiempo.

—En el trabajo. Con Raúl. Repasando el proyecto. Ya lo sabes.

Ella lo sabía. Pero sabía algo más: Raúl estaba en Cádiz con su familia. Lo había visto en sus historias, había escuchado su risa en los mensajes de voz. No lo mencionó. No discutió. Todo quedó claro.

—Claro— respondió, retirando la taza de la mesa. El gesto fue demasiado suave, casi automático, como el de alguien que de pronto ve más de lo que desea.

Más tarde, se acostaron como siempre: espalda con espalda. Él se durmió rápido, incluso roncó, como si nada hubiera cambiado. Ella, en cambio, permaneció despierta en la oscuridad, sintiendo cómo crecía en su pecho un nudo. No de celos ni de miedo, sino de una certeza pesada, lenta, como una gota a punto de caer. No fue una revelación, sino un acuerdo silencioso con lo inevitable. Como si alguien dentro de ella le susurrara: *«Ahí está. Ahora ya lo sabes»*.

Al día siguiente, compró un billete a Valencia. Sin planes, sin razones. Le dijo a Álvaro que iba a visitar a su hermana. Él asintió demasiado rápido, con un alivio que no logró disimular. Su ausencia no lo inquietaba, y eso solo reforzó su decisión.

Valencia la recibió con un viento frío y el olor del asfalto mojado. La ciudad parecía dormida, como si no quisiera despertar. Alquiló una habitación en casa de una mujer mayor, de ojos cansados y voz desgastada por los años. Desde la ventana, veía árboles pelados y una pared desconchada donde alguien había escrito: *«Vive mientras late el corazón»*.

Tres días vagó por las calles. Sin llamadas, sin mensajes. El móvil permaneció en silencio en su bolso, como un objeto inútil al que ya no quería tocar. Bebió café en pequeñas cafeterías que olían a vainilla y soledad, esa soledad cálida que acoge sin herir. Observó a la gente: los que corrían, reían, cargaban bolsas o esperaban a alguien. En cada rostro vio un reflejo de sí misma: de aquella mujer que fue, con los ojos brillantes, el corazón abierto y fe en el mañana.

Al cuarto día, despertó liviana, como si hubiera mudado la piel. Su cuerpo parecía descansar no solo una noche, sino años. Salió a la calle con un café en la mano. La mañana era tranquila, sin promesas, pero llena de vida. Y de pronto lo comprendió: podía no regresar. Podía dejar de ser quien esperaban, la que debía cumplir. Podía ser simplemente ella.

Podía irse más lejos, no a Londres ni a Tokio, sino a Zaragoza, Málaga o Bilbao. A ciudades donde nadie supiera su nombre ni hiciera preguntas. Viajar hasta que el pasado se desdibujara, hasta que solo quedara ella: sin roles, sin ser «esposa», sin máscaras ni expectativas ajenas. Simplemente una mujer. Viva. Con sus errores, sus miedos, sus sueños.

En la estación, compró un billete a Sevilla. Luego, a Granada. Más allá… ya se vería. Durmió en trenes, con la frente contra el cristal frío. Comió bocadillos en cafeterías de estación y bebió té en vasos de plástico. Escribió en una libreta: pensamientos, frases, fragmentos de recuerdos. Leyó a Machado, releyó a Lorca, subrayando versos que le llegaban al alma. A veces lloró. A veces rió. A veces solo miró por la ventana, y con cada parada, sintió que se despojaba de lo innecesario hasta quedarse con lo esencial: ella misma.

Pasaron cuarenta y dos días.

Regresó a Madrid a principios de abril. El piso olía a polvo y pasado olvidado, como un museo antiguo. Todo seguía en su sitio, pero descolorido: las cortinas, los platos, los libros en la estantería. Álvaro estaba en la cocina, como si no se hubiera movido en todo ese tiempo. La misma mirada, las mismas pausas, las mismas sombras en los ojos, como si allí el tiempo se hubiera detenido.

—¿Dónde has estado?— preguntó él, con esa inseguridad tras la que siempre se escondía la mentira.

—Buscándome— respondió ella—. Y creo que me encontré.

Calló. Sus manos yacían sobre la mesa, tensas, inmóviles. Pero ella ya no esperaba una respuesta. No esperaba nada.

Esa misma noche hizo las maletas. Sin prisa, sin aspavientos. Solo llevó ropa, libros y un álbum de fotos viejo. Lo demás no era suyo: ni los platos, ni las cortinas, ni los rencores ni la culpa. Todo aquello quedó atrás.

No se fue de él. Se fue hacia sí misma. Hacia donde podía respirar. Hacia donde su voz no temblaba. Hacia donde, al fin, era ella.

Después vino un trabajo nuevo, sencillo pero propio. Con metas claras, con gente que valoraba lo que hacía, con la certeza de ser necesaria. Un pequeño piso con ventanas a un patio antiguo, donde los pájaros cantaban al amanecer y el atardecer se reflejaba en los cristales como si ardiera solo para ella.

Su voz se volvió firme, porque ya no tenía que esconderla. Su risa sonaba sincera, no por cortesía, sino porque nacía de la alegría. Brotaba fácil, como el aire.

A veces soñaba con él. Las mismas paredes, la misma cocina. Pero hasta en sueños su silencio era distinto: no por miedo ni por cansancio, sino sereno. Como quien ya no debe explicar por qué vive como vive.

Porque el silencio ya no le pesaba bajo la piel. Vivía dentro de ella, como un hogar. Cálido, iluminado, con las ventanas abiertas.

Y no fue huida. Fue regreso.

Fue comienzo.

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