**El Regreso al Umbral Ajeno**
Julia cantaba de felicidad —por fin tenía su propio piso. No una habitación en un piso compartido, ni un rincón en casa de una arrendataria gruñona, sino un auténtico apartamento de dos habitaciones en un barrio residencial de Valencia. Sin vecinas como Luisa María que cortaban la luz a las once y gritaban bajo la puerta para que “no gastara tanta agua en la ducha”. Sin señoras entrometidas vigilando cada paso. Solo ella y su libertad, respirando hondo como la adulta que era.
Sus padres le habían ayudado a comprarlo, vendiendo la vieja propiedad de su tía fallecida. Julia hizo reformas, lo decoró a su gusto e invitó a su amiga Ana a celebrarlo. Tomaron té y pastel, riéndose sin parar. Después, Julia acompañó a Ana hasta la salida. Al abrir la puerta, en el rellano de la escalera, vieron a una mujer sentada en un escalón, comiendo un bocadillo con cuidado, una bolsa desgastada a su lado.
—Perdone, ¿quién es usted? —preguntó Julia, sorprendida.
La mujer se ruborizó, tragando rápido.
—Soy… Isabel Martínez. Vivía aquí antes. Su piso… ¿era el mío, verdad?
Julia la reconoció: sí, era la mujer que había vendido el apartamento unos meses atrás.
—¿Qué hace aquí?
—Verán, chicas… —los ojos de Isabel se llenaron de lágrimas—. No tengo adónde ir.
Las amigas se miraron. Isabel rompió a llorar y contó su historia.
Tras el divorcio, crió sola a su hijo, Andrés. Todo por él, todo para él. Creció serio, bueno, responsable. Estudió, encontró trabajo, se casó con una chica enérgica, Laura. Al principio, todo iba bien. Se mudaron a su piso de tres habitaciones, e Isabel se quedó sola. Luego nació el nieto, Pablo. Después, Sara. Y, al cabo de unos años, Laura y Andrés le propusieron: “Vende tu piso y ven a vivir con nosotros. Será más fácil, total, ya cuidas a los niños”.
Aceptó. La mitad del dinero iría a su cuenta, la otra a ellos. Pero el dinero nunca llegó.
Vivir con ellos fue insoportable. Los niños, de sol a sol. Laura al trabajo, Andrés a la oficina. Cocinar, limpiar, criar… todo sobre ella. Pero no la dejaban educarlos, solo callar y obedecer.
Cuando se quejó de su salud, Andrés solo dijo: “Mamá, tú puedes. Los niños están bien, Laura contenta, yo trabajo tranquilo. Esto es la felicidad: estar juntos”.
Isabel lloraba de cansancio. Un verano, mientras la familia estaba en la playa, dijo que visitaría a una amiga, pero vagó por la ciudad, durmiendo en bancos junto al río. Y ese día, sin saber por qué, volvió a su antiguo hogar.
—Hasta pensé… quizá dormir en la azotea —susurró con tristeza.
Julia y Ana no pudieron contenerse.
—¡Esto no puede ser! —protestó Ana—. No está sola. Venga a casa de Julia, puede quedarse.
—No quiero molestar… —murmuró Isabel.
—¡Tonterías! —dijo Julia.
En casa, Ana, abogada de profesión, preguntó con tacto: ¿dónde estaba el dinero de la venta?
—Andrés dijo que pondría la mitad en un depósito… —confesó Isabel.
—Con eso puede comprarse un estudio —afirmó Ana con firmeza—. Nosotras la ayudaremos.
Un mes después, Isabel se instaló en su piso nuevo, pequeño pero suyo. En el mismo edificio, distinto piso. Nunca supieron qué le dijo Ana a Andrés, pero él pagó.
Laura dejó de hablar con ella. Los nietos iban a visitarla solos.
E Isabel volvió a sonreír. Con Julia, hacían planes: teatro, exposiciones…
—Esto he aprendido —dijo Ana una tarde—. La vejez debe vivirse en tu propia casa. Si no, hasta quedarte sin techo es fácil.
Julia asintió.
—Y lo más importante: no callarse cuando te arrinconan.