Regreso a la ciudad de la traición

**El Regreso a la Ciudad de la Traición**

Alma removía lentamente un cocido en la cocina cuando el móvil emitió un pitido breve. Era un mensaje de su mejor amiga, Lucía. «Ven al café, necesito hablar». La frase era fría y seca. Alma intentó llamarla al instante, pero Lucía no cogió. Sintió un pinchazo en el pecho, pero decidió ir. Apagó el fogón, se cambió rápidamente y, media hora después, entraba en su café favorito. En la mesa de la esquina estaba Lucía. Y junto a ella, Álvaro. El marido de Alma. Sus posturas no dejaban lugar a dudas.

—¿Lucía? ¿Álvaro?— La voz de Alma temblaba, igual que sus manos.

Lucía, sin pestañear, se sentó en las piernas de Álvaro y acercó su cara a la de él. Él intentó levantarse, pero Alma ya daba media vuelta y salía.

Aquella escena fue la gota que colmó el vaso. Antes hubo sospechas, comportamientos extraños y «retrasos» de Álvaro en el trabajo. Pero descubrir que su amiga de la infancia estaba involucrada lo destrozó todo: su corazón y su confianza.

Lucía y ella crecieron juntas en un pueblo tranquilo de Castilla. Lucía era huérfana —su madre desapareció y nunca conoció a su padre— y la crió su abuela, una mujer de pocas palabras. Alma, en cambio, era la hija mimada de una familia unida. Sus padres solían invitar a Lucía a todo: excursiones, cine, ferias. Se pegó a ellos como si fuera de la familia. Toda su infancia fue un «nosotras» constante: trepaban a los árboles, jugaban a las casitas y soñaban con escapar a la gran ciudad juntas.

Y Alma lo logró. Estudió Medicina, se casó con Álvaro —hijo de un empresario adinerado—, tuvo un piso y un trabajo como médica. Lucía se quedó en el pueblo, vendiendo zapatos. Pero cuando Alma le propuso mudarse a la ciudad, aceptó sin pensarlo. Hasta el propio Álvaro le ayudó a encontrar un piso de alquiler.

Lo que Alma no sabía era que ya hablaban a escondidas. Que él la recogía en la estación. Que, tras su espalda, empezaba una aventura. Todo salió más tarde. Primero, el distanciamiento de Álvaro. Luego, ese mensaje de Lucía. Y, después, esa escena imposible de borrar.

Un mes después, Álvaro pidió el divorcio. Lucía se mudó al piso que habían compartido Alma y él. Ella, apretando los dientes, volvió a su pueblo. Empezó a trabajar como médica de cabecera y alquiló una habitación. Allí, el jefe de Medicina le ofreció dirigir un departamento —el anterior se jubilaba—.

Un día, haciendo rondas, conoció a un nuevo paciente: un hombre mayor, de mirada amable. Leoncio Martínez. Su rostro le resultaba familiar, pero no recordaba por qué. Más tarde, mientras hablaban, él soltó una carcajada:

—Oye, ¿no serás esa niña a la que agarré cuando se caía de un árbol?

Alma se quedó paralizada. El recuerdo volvió de golpe: de pequeña, volviendo del colegio, ella y Lucía se subieron a un olmo viejo. El vestido de Alma se enganchó, y cuando ya creía que caería… unas manos firmes la atraparon. Y una voz masculina: «¿Qué haces subiendo ahí? Es peligroso».

Ahora esa voz volvía a sonar cerca. Y transmitía una calma que hacía tiempo no sentía.

Dos semanas después, Leoncio la invitó a celebrar su alta. Dudó, pero aceptó. Todo fluyó con naturalidad. Se hicieron cercanos, empezaron a verse más. Y, al poco, se casaron.

Ahora Alma vive con Leoncio en una casa grande en las afueras. Tienen dos gemelos. Sus padres están felices. Y, por fin, la vida tiene sentido.

¿Y Lucía? Volvió al pueblo y vive en el piso de su abuela. Álvaro perdió el interés y la echó. Dicen que ahora trabaja en una tienda de ultramarinos, amargada y resentida. El boomerang, ya se sabe, siempre vuelve. Y duele.

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