**El Regreso a la Ciudad de la Traición**
Lucía removía una olla de cocido en la cocina cuando el teléfono sobre la mesa emitió un breve pitido. El mensaje era de su mejor amiga, Marta. «Ven al café, necesito hablar», decía el texto seco. Lucía intentó llamarla de inmediato, pero Marta no contestó. Algo le inquietó el pecho, pero decidió que debía ir. Rápidamente apagó el fogón, se cambió de ropa, y media hora después entraba en su cafetería favorita. En una mesa del rincón, estaba Marta. Y a su lado, Javier. El marido de Lucía. Y la postura entre ellos no dejaba lugar a dudas.
—¿Marta? ¿Javier? —su voz temblaba tanto como sus manos.
Marta, sin pestañear, se sentó en las rodillas de Javier y acercó su rostro al suyo. Él intentó levantarse, pero Lucía ya había girado sobre sus talones y salido del lugar.
Aquella escena fue la gota que colmó el vaso. Antes habían existido sospechas, comportamientos extraños, las excusas de Javier por llegar tarde del trabajo. Pero que su amiga de la infancia estuviera involucrada lo destrozó todo. Su corazón y su confianza.
Lucía y Marta habían crecido juntas en un pueblo tranquilo. Marta era huérfana—su madre había desaparecido, y nunca conoció a su padre. Su abuela, una mujer callada, la había criado. Lucía, en cambio, era la hija consentida de una familia cariñosa. Sus padres solían llevar a Marta con ellos—a merendar, al cine, a las ferias. Marta se había aferrado a ellos como si fueran suyos. Toda su infancia fue un continuo “nosotras”: trepando árboles, jugando a las casitas, soñando con escapar a la gran ciudad.
Y Lucía lo logró. Estudió medicina, se casó con Javier—hijo de un empresario adinerado—y consiguió un trabajo como médica. Marta se quedó en el pueblo, vendiendo zapatos. Pero cuando Lucía le propuso mudarse con ella, aceptó sin dudar. Incluso Javier le ayudó a encontrar un piso de alquiler.
Lo que Lucía no sabía era que, en secreto, Marta y Javier ya se escribían. Que él la había recogido en la estación. Que, a sus espaldas, había comenzado un romance. Todo salió a la luz después. Primero, el distanciamiento inexplicable de su marido. Luego, el mensaje de Marta invitándola al café. Y, finalmente, aquella escena imposible de olvidar.
Un mes más tarde, Javier pidió el divorcio. Marta se mudó al piso que habían compartido Lucía y él. Ella, apretando los dientes, regresó a su pueblo. Consiguió trabajo como médico de cabecera en el ambulatorio local y alquiló una habitación. Fue entonces cuando el director del hospital la buscó para ofrecerle dirigir un departamento—el anterior jefe se jubilaba.
Un día, durante una ronda, Lucía conoció a un nuevo paciente—un hombre serio de ojos amables. Leandro Ruiz. Su rostro le resultaba familiar, pero no lograba recordar por qué. Más tarde, mientras conversaban, él de repente sonrió:
—¿No serás aquella niña a la que salvé cuando se caía del árbol?
Lucía se quedó sin palabras—el recuerdo vino como un relámpago. De niña, al volver del colegio, ella y Marta habían trepado a un viejo olmo. Su vestido se enganchó, y el miedo la paralizó… hasta que unos brazos firmes la atraparon antes de caer. Y una voz que decía: «¿Para qué subes? Es peligroso».
Ahora esa voz volvía a sonar a su lado. Y en ella había una calma que hacía años no sentía.
Dos semanas después, Leandro la invitó a celebrar su alta. Dudó al principio, pero finalmente aceptó. Y, sin planearlo, todo fluyó. Se acercaron, se vieron cada vez más y, poco después, se casaron.
Ahora, Lucía vive con Leandro en una casa grande a las afueras. Tienen gemelos y sus padres no podrían estar más felices. Su vida, al fin, tiene sentido.
¿Y Marta? Regresó al pueblo y vive en el piso de su abuela. Javier perdió el interés rápido y la echó. Dicen que ahora trabaja en una frutería. Amargada y sola. Porque el boomerang de la vida siempre vuelve. Y cuando lo hace, duele.
Moraleja: La traición puede derribarte, pero nunca definirá tu destino. Quien siembra vientos, cosecha tempestades.