**Regreso a la ciudad de la traición**
Almudena removía el cocido en la cocina cuando el teléfono sobre la mesa emitió un breve pitido. Un mensaje de su mejor amiga, Lucía. «Ven al café, necesito hablar», decía el texto seco. Almudena intentó llamarla de inmediato, pero no contestó. Algo le punzó en el pecho, pero decidió ir. Apagó el fuego, se cambió rápidamente, y en media hora ya caminaba por el salón de su cafetería favorita. En la mesa del rincón estaba Lucía. Y a su lado, Javier. El marido de Almudena. Sus posturas no dejaban lugar a dudas.
— ¿Lucía? ¿Javier? — La voz de Almudena temblaba tanto como sus manos.
Lucía, sin pestañear, se sentó en las piernas de Javier y se inclinó hacia su rostro. Javier intentó levantarse, pero Almudena ya daba media vuelta y salía.
Aquella escena fue la gota que colmó el vaso. Antes habían existido sospechas, comportamientos extraños, las «tardanzas» nocturnas de Javier en el trabajo. Pero descubrir que su amiga de la infancia estaba involucrada lo destrozó todo. Su corazón. Su confianza.
Ella y Lucía crecieron juntas en un pueblo tranquilo. Lucía era huérfana —su madre había desaparecido, su padre era un desconocido— y la crió una abuela de pocas palabras. Almudena, en cambio, era la hija consentida de una familia unida. Sus padres solían llevar a Lucía de excursión, al cine, a las ferias. Se convirtió casi en una hermana. Toda su infancia fue un constante «nosotras»: nosotras trepábamos a los árboles, nosotras jugábamos a las casitas, nosotras soñábamos con escapar a la gran ciudad.
Y Almudena lo logró. La facultad de medicina, la boda con Javier —hijo de un empresrio adinerado—, un piso en Madrid, un trabajo como médica. Lucía se quedó en el pueblo, vendiendo zapatos. Pero cuando Almudena le ofreció mudarse, no lo dudó. Hasta Javier le ayudó a encontrar un alquiler.
Lo que Almudena no sabía era que, en secreto, Lucía y Javier ya se hablaban. Que él la recogía en la estación. Que a sus espaldas comenzaba un romance. Todo saldría después. Primero, la frialdad repentina de su marido. Luego, el mensaje de Lucía citándola en el café. Y, por último, esa escena imposible de olvidar.
Un mes después, Javier pidió el divorcio. Lucía se mudó al piso que compartía con Almudena. Ella, apretando los dientes, regresó a su pueblo. Empezó a trabajar como médica de familia, alquiló una habitación. Allí la encontró el director del hospital con una propuesta: dirigir el departamento, pues el anterior jefe se jubilaba.
Un día, durante una visita rutinaria, Almudena conoció a un nuevo paciente: un hombre serio de ojos amables. León Romero. Su rostro le resultaba familiar, pero no recordaba por qué. Más tarde, durante la consulta, él se rió de pronto:
— ¿No eres la niña a la que sostuve cuando se caía de un árbol?
Almudena se quedó muda. El recuerdo regresó como un relámpago. De pequeñas, volviendo del colegio, ella y Lucía se subieron a un viejo olmo. Almudena se enganchó el vestido, se asustó… Y entonces, unas manos fuertes la atraparon al vuelo. Y una voz: «¿Para qué te subes? Es peligroso».
Ahora esa voz resonaba de nuevo. Y en ella había una calma que hacía años no sentía.
Dos semanas después, León la invitó a celebrar su alta. Dudó, pero aceptó. Y luego, todo fluyó como por instinto. Se acercaron, empezaron a verse más. Hasta que, al poco tiempo, se casaron.
Ahora Almudena vive con León en una casa grande a las afueras. Tienen gemelos. Sus padres están felices. Y su vida, al fin, tiene sentido.
¿Y Lucía? Regresó al pueblo y vive en el piso de la abuela. Javier perdió interés rápidamente y la echó. Dicen que ahora trabaja en una frutería. Amargada y sola. Porque el boomerang siempre vuelve. Y duele.