«Regresé a casa… y me esperaba una sorpresa que me dejó sin palabras»

«Volví a casa… y me esperaba una sorpresa que me dejó sin palabras.»

Lucía regresaba a Madrid tras unas semanas de vacaciones, largas, soleadas, llenas del murmullo del mar y el aroma de los pinos. Casi siete días había disfrutado en un pequeño pueblo costero del Mediterráneo. El taxi frenó suavemente frente a su portal. Bajó, recogió sus maletas del maletero y se dirigió hacia la entrada.

—Ahora, una ducha, cenar y descansar— pensó Lucía, subiendo los escalones hasta el tercer piso.

Pero en cuanto abrió la puerta y entró en el pasillo, algo se contrajo dentro de ella. El aire en el piso era diferente. Fresco, desconocido. Dio un paso adelante… y se paralizó. Las habitaciones parecían cambiadas. Todo era distinto. Más luminoso. Paredes recién pintadas, ventanas renovadas, muebles en otra disposición.

—¿Qué ha pasado aquí?— fue lo único que alcanzó a pensar en ese instante.

…Lucía siempre se había considerado afortunada. Su marido, Javier, era tranquilo, responsable, atento. Trabajaba como conductor de larga distancia, así que no estaba en casa con frecuencia, pero todo lo hacía por su familia. Sin vicios, con un sueldo que les permitía vivir sin apuros. Lo único que le faltaba era su presencia. Las noches eran largas, abrazando la almohada mientras lloraba en silencio cuando los viajes se extendían demasiado.

Sus amigas no la comprendían:
—Vives como en un resort— solía reírse su mejor amiga, Natalia. —Menos problemas, el marido casi como invitado, dinero de todo… ¿qué más quieres?

Pero Lucía no necesitaba dinero. Necesitaba brazos, una voz, un simple «aquí estoy».

Antes de marcharse de vacaciones, Javier le había prometido que iría a verla un par de días. Todo estaba preparado con antelación, los billetes comprados. Sin embargo, de camino a la estación, el taxi en el que iban quedó atrapado en un bloqueo de tráfico. Lucía se ponía nerviosa, temía perder el tren, y cuando estaba junto a la puerta del vagón, escuchó una voz conocida:

—¡Lucía, espera!

Se giró y se encontró con su suegra, Carmen, agitada y sin aliento.

—Tú te vas y yo vengo a buscarte. Dame las llaves del piso— habló rápidamente. —Mi hija y su familia se mudarán unos días, que lo cuiden un poco.

Lucía se quedó helada. Aquella casa, aunque necesitaba reformas, era suya desde joven. Cada rincón guardaba un recuerdo. Pero no había tiempo. Abrió el bolso para buscar las llaves, y en ese momento, el manojo se le escapó de las manos. Suavilla, Carmen las atrapó al vuelo:

—¡Gracias, corazón! ¡Me salvas!

Lucía no pudo decir nada más. El tren arrancó.

Durante las vacaciones, la inquietud no la abandonó. Javier nunca llegó: «se averió la furgoneta», «las piezas no llegaban». Por teléfono era cariñoso, se disculpaba, mandaba mensajes de voz. Lucía intentó calmarse. Pensó que el descanso le haría bien. Pero la imaginación la traicionaba: aquella familia ruidosa de su suegra… niños, alboroto, desorden…

Cuando terminaron las vacaciones, mientras volvía a casa, se preparaba mentalmente para lo peor. Pero cuanto más se acercaba, más le latía el corazón. Llevaba regalos en las manos, pero en su mente solo había ansiedad y un podo de esperanza. Junto al portal, vio escombros de obra. «Ya está…», pensó.

—¡Pasa, pasa!— gritó alguien desde dentro.

Lucía entró… y se quedó muda. Allí estaban todos: Javier, Carmen, su cuñada con los niños… incluso sus propios padres. Y detrás de ellos, un hogar transformado. Pintura nueva. Ventanas de doble acristalamiento. Muebles actuales. En un rincón, bajo cristal, sus objetos de siempre, cuidadosamente guardados.

—¿Te gusta?— carraspeó Javier mientras la abrazaba. —Es nuestra sorpresa. Por los cinco años de la boda.

Lucía ahogó un sollozo. Lo había olvidado… Cinco años. Y él no solo lo recordó, sino que le regaló… su casa renovada.

—Así que aquí estaba tu furgoneta rota— rió entre lágrimas.

—Perdona, era la única manera de que fuera una sorpresa. Todos trabajamos duro para terminarlo a tiempo. Hasta mi hermana vino a ayudar.

Lucía sintió un pinchazo de remordimiento. Había pensado lo peor, se había atormentado. Y ellos… la querían. De verdad.

—Os quiero tanto…— susurró, abrazando a todos.

Los regalos se repartieron. Hasta tarde, la casa estuvo llena de risas, el olor del café y la alegría. Cuando al fin se quedaron solos, Lucía miró a Javier y dijo en voz baja:

—Si alguien necesita un techo algún día… que sepa que nuestra casa está abierta. Para todos los que nos quieran de verdad.

Javier no dijo nada. Solo drapó su mano con fuerza. No hacían falta más palabras.

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«Regresé a casa… y me esperaba una sorpresa que me dejó sin palabras»