«Regresa del trabajo y encuentra a un extraño en su hogar»

Diego regresó de Alemania a su Sevilla natal al caer la noche. Lo primero, como siempre, fue ver a su madre. Carmen lo abrazó con lágrimas en los ojos:

—¡Cuánto tiempo sin verte, hijo mío! Me hacías mucha falta. ¿Y bien? ¿Te fue bien por allá?

—Como siempre —respondió él con una sonrisa cansada—. En el viaje pensé: ¿para qué alquilar si apenas estoy en casa? Mejor pagar la hipoteca, aunque sea dura, pero es algo mío.

—Tienes razón —asintió Carmen—. Ya tienes treinta años, deberías pensar en formar familia. Y luego vendrán los niños. Sin un techo propio, no se puede.

Dos meses después, Diego compró un piso de una habitación en una promoción nueva. Lo decoró a su gusto y, por precaución, dejó una llave a su madre antes de volver a marcharse.

Pero apenas cruzó la frontera, Carmen le entregó las llaves a su hija mayor, Laura. Veintinueve años, trabajos esporádicos, deuda tras deuda, esperando que un hombre con dinero la rescatara.

—Que se quede un tiempo, ahorre y se enderece —pensó Carmen—. ¿Qué mal hay?

Se equivocaba. En seis meses, Laura no solo no mejoró su situación, sino que acumuló más deudas. Cuando llegó la hora de irse, simplemente cambió la cerradura. Así nadie, ni siquiera Diego, podría echarla.

Al regresar, la llave no giró en la puerta. Diego se quedó helado.

—¿Qué demonios…? —masculló, y se dirigió directo a casa de su madre.

Carmen, nerviosa, admitió que había dejado a Laura quedarse, pero juró no saber lo de la cerradura. Diego estalló:

—Una cosa es dejarla pasar sin consultarme, pero ¿cambiar la cerradura? ¿Y no piensa irse?

—Le ofrecí quedarse conmigo —balbuceó Carmen—, pero se negó…

Al día siguiente, Diego llamó a la policía. Abrieron la puerta. No denunció a su hermana, pero la discusión fue brutal.

—Podrías haberte quedado con mamá —dijo Laura con desdén—. Tú te vas otra vez pronto. Yo necesito espacio para mi vida.

—No compré el piso para eso —cortó él—. Llévate a tus novios a un alquiler. Consigue trabajo y salda tus deudas.

—¡No necesito tus lecciones! ¡Cásate tú primero, y luego hablamos!

Laura recogió sus cosas y se marchó. La relación entre hermanos se rompió. Diego no lo lamentó; sabía que Laura solo veía a la familia como un banco.

Meses después, en las vacaciones, Diego fue a ayudar a Carmen con la huerta. Y, para su sorpresa, allí estaba Laura.

—Hola, hermanito —sonrió con sarcasmo—. ¿Remordimiento? ¿O vienes a cavar patatas?

—Mejor dime, ¿qué haces aquí? ¿Dinero otra vez?

—Mamá me compró un piso —afirmó sin pestañear—. Por todo lo que he pasado.

—¿Qué? ¿Cómo?

—Un dúplex en las afueras. Amueblado. A hipoteca. Lo firmó ella.

Diego palideció. Recordó los turnos interminables en obras bajo la lluvia, el ahorro para la entrada… ¿Y a ella se lo regalaban?

No dijo nada. Terminó de ayudar y se fue, con el corazón encogido.

Una semana después, Laura le escribió: la puerta del balcón no cerraba. Diego aceptó ir, curioso por ver su “palacio”. El piso era normal, ni mejor ni peor que el suyo.

—El cerrojo está roto —dijo—. Hay que pedir el repuesto.

—Pídelo tú. Y que mamá lo pague —respondió Laura, sin mirarlo.

—¿En serio? ¿Te compran un piso, lo amueblan, y no puedes pagar ni esto?

—Solo tienes envidia. Mamá me quiere más. Vete, por favor.

Diego salió en silencio. Esa misma noche, bloqueó su número. No quería más llamadas ni encuentros.

—Que vivan como quieran —decidió—. Yo sé cuál es mi sitio. Y no dejaré más llaves.

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