Regalo de una hija: el rugido del silencio en la vejez

La sorpresa de una hija: el silencio que ruge en la vejez

Carmen Martínez llevaba toda la mañana en la cocina: cortaba ensaladas, preparaba una sopa, metía un pollo al horno con ajo y limpiaba el jarrón de cristal para las flores. Bajó dos veces al supermercado y volvió cargada de bolsas, tropezando con su vecina en el portal.

—¿Qué pasa, Carmen, es tu santo? —preguntó Emilia, su vieja amiga, que nunca se movía del banco de la entrada.

—¡Claro que es un día especial! ¡Viene mi Rosita, mi niña! —contestó Carmen con los ojos brillantes, haciendo un esfuerzo para subir las bolsas por las escaleras.

—Vaya, vaya… —refunfuñó Emilia, sin levantarse—. Siempre pendiente de esa Rosario. Y ella ni siquiera se digna a llamarte… ¡Qué asco!

Emilia llevaba tiempo criticando que Carmen mimara demasiado a su hija adulta. Rosario pasaba semanas sin dar señales de vida, mientras su madre se asomaba cada día a la ventana.

—Carmen, en serio, te estás haciendo daño sola. Hoy en día, los viejos estorbamos. Tendrías que haberla puesto en su sitio hace tiempo, no andar corriendo con pasteles.

Pero para Carmen no era tan fácil. El corazón no tiene interruptor. Rosario era su única razón para levantarse cada mañana, aunque sabía que el cariño que recibía a cambio era cada vez menos.

Cuando al fin Rosario llamó y dijo secamente: “Vendré esta tarde”, el corazón de Carmen latió como un martillo. Revoloteó por la casa, cambió las sábanas, preparó un plato más… Y entonces sonó el timbre.

En el umbral estaba su hija: alta, delgada, fría, con gafas de sol y un perrito pequeño atado a una correa.

—Hola, mamá —dijo Rosario, sin sonreír.

—¡Hola, hija! ¡Pasa, lávate las manos, que tengo todo listo!

Carmen corrió a la cocina, haciendo sonar los platos mientras servía la comida con nerviosismo. Rosario la siguió en silencio, mirando alrededor con indiferencia.

—Siéntate, mira: croquetas, ensaladilla, y de postre, tu tarta favorita.

—Mamá, solo estaré un momento. Me mudo a otra ciudad. Por mucho tiempo. No me sale a cuenta venir, así que no nos veremos en cinco años, tal vez. Ah, y esta es Lola. Me la regaló mi ex, ni sé por qué. No puedo llevármela. Como estás sola, que se quede contigo. Tiene año y medio. No te preocupes, no hace ruido.

Carmen se quedó paralizada. La tarta, las croquetas, la leche fresca, la mermelada… Todo dejó de importar. Miró fijamente a su hija, que ni siquiera se quitó las gafas.

—Vale… —logró decir.

—Gracias, mamá. Te quiero. —Rosario le dio un beso fugaz en la mejilla, le entregó la correa y desapareció por la puerta.

Minutos después, Carmen estaba en el pasillo con el perrito en brazos. Nunca le habían gustado los animales. Con su espalda dolorida, la pensión mínima y el cansancio crónico… ¿Qué iba a hacer ahora con un perro?

—Vamos, Lolita… A ver si Emilia te quiere…

Pero en cuanto la vecina abrió la puerta, exclamó:

—¿Te has vuelto loca, Carmen? ¿Ahora encima un perro? ¡Me va a destrozar los muebles y llenarme de pulgas!

—Pero si no tiene pulgas… Es de Rosario, que es muy limpia. Por favor, Emilia, tú sabes de animales, creciste en el pueblo…

—¡Y tú de sentido común! Te lo dije: no te arrastres tras ella. ¿Y ahora? Te ha “regalado” un problema. Llévalo a una perrera y listo.

El perro no hacía ruido, solo la miraba con ojos oscuros. En ellos había miedo, resignación… y un dolor familiar.

—Parece que somos iguales —susurró Carmen—. Nadie nos quiere.

—Haz lo que quieras —gruñó Emilia—. Pero sin contar conmigo.

Así empezaron los días difíciles. Lola necesitaba salir cinco veces al día. A Carmen le dolía la espalda y las rodillas le fallaban. Pero el perro parecía entender, aguantaba sin quejarse. Con lluvia, se quedaba en la entrada. Con calor, se tumbaba en silencio bajo la cama. Poco a poco, Carmen dejó de sentirse tan sola.

Incluso cuando Emilia dejó de hablarle. La amistad se acabó, pero en casa había ahora un alma.

Pasó un año. El último de Carmen. Su corazón no aguantó más. Los vecinos la encontraron en la cocina, mientras el perro permanecía junto a la puerta, sin comer, sin ladrar.

Una semana después, Rosario entró en el piso sin avisar.

—Qué asco, el olor… —dijo con desprecio. Lola empezó a ladrar.

—¡Cállate! Ya no tienes dueña. Tendré que llevarte. Cuando venda el piso, no te necesitaré.

En el cementerio, Rosario se acercó a la tumba reciente.

—Gracias por el piso y el dinero. Y tu Lola se queda aquí.

Soltó la correa y se marchó.

El perrito olfateó el suelo, husmeó entre la hierba y se acostó junto a la tierra. Sabía que aquel era su hogar.

Pasaron dos días. Lola no se movió. No comió. No se levantó.

Al tercer día, apareció Emilia con un ramo de flores.

—Aquí estás, pequeña… —susurró al ver al perro junto a la tumba—. Ay, Carmen… Todo se lo diste a tu hija. Y al final… solo te quedó un perro.

Se agachó y acarició el pelaje delgado.

—Venga. Vente conmigo. No puedo dejarte así. Si alguna vez Carmen te cuidó… yo también puedo. Lo importante es ser humano.

Al decir esto, levantó a Lola en brazos. Entre las nubes grises, asomó el sol. Por primera vez en mucho tiempo.

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Regalo de una hija: el rugido del silencio en la vejez