Regalo de una hija: el rugido del silencio en la vejez

El Regalo de la Hija: El Silencio que Rugió en la Vejez

Desde el amanecer, Luisa Martínez revoloteaba por la cocina: picaba ensaladas, hervía la sopa, metía el pollo al ajo en el horno y pulía el jarrón de cristal para las flores. Dos veces bajó al mercado y volvió cargada con una tarta y bolsas rebosantes. En la puerta del edificio se topó con su vecina.

—¿Tienes fiesta, Luisa? —preguntó Carmen, su vieja amiga, sentada como siempre en el banco de la entrada.

—¡Claro que sí! ¡Viene mi Isabelita, mi niña! —contestó Luisa, con los ojos brillantes, mientras forcejeaba con las bolsas para subir las escaleras.

—Bah… —refunfuñó Carmen, sin moverse del banco—. Siempre pendiente de esa Isabel. Y ella ni siquiera llama… ¡Vaya desagradecida!

Llevaba años criticando que Luisa mimaba demasiado a su hija adulta. Isabel pasaba semanas sin llamar, y su madre seguía asomándose a la ventana cada día.

—Luisa, en serio, te estás amargando. Los viejos hoy sobramos. Debiste ponerla en su sitio hace tiempo, no correr con tartas.

Pero para Luisa no era fácil. El corazón no tiene interruptor. Isabel era la única razón por la que aún se levantaba cada mañana, aunque sabía que el cariño que recibía era cada vez menos.

Cuando Isabel llamó por fin y dijo, seca: «Vendré esta tarde», el corazón de Luisa latió como un martillo. Revoloteó por el piso, cambió las sábanas, preparó otro plato más… Y al fin, el timbre sonó.

En la puerta estaba su hija: alta, delgada, fría, con gafas oscuras y un perrito atado con una correa.

—Hola, mamá —dijo Isabel, sin una sonrisa.

—¡Hola, hija! Pasa, lávate, ¡ya está todo listo!

Luisa corrió a la cocina, haciendo sonar los platos, sirviendo con prisas. Isabel la siguió en silencio, mirando alrededor con indiferencia.

—Siéntate, tienes croquetas, ensalada, la tarta que te gusta…

—Mamá, solo vine un momento. Me mudo a otra ciudad. No volveré en años. El viaje es caro e incómodo. Ah, y esta es Lola. Me la dejó mi ex, ni sé por qué. No puedo llevármela. Como estás sola, quédate con ella. Tiene año y medio. No te preocupes, no hace ruido.

Luisa se quedó paralizada. La tarta, las croquetas, la leche fresca, la mermelada… De pronto, todo perdió sentido. Miró a su hija, que ni siquiera se quitó las gafas.

—Vale… —logró decir.

—Gracias, mamá. Te quiero. —Isabel le dejó un beso rápido en la mejilla, le entregó la correa y desapareció.

Minutos después, Luisa estaba en el pasillo con el perrito en brazos. Nunca le habían gustado los animales. Con su espalda dolorida, su pequeña pensión y el cansancio crónico… ¿Qué haría con un perro?

—Vamos, Lolita… A ver si Carmen te acepta…

Pero en cuanto la vecina abrió la puerta, exclamó:

—¿Te has vuelto loca, Luisa? ¡Como si me faltara un perro! ¡Me arruinará los muebles y traerá pulgas!

—Pero si no tiene pulgas… Isabel es muy exigente… Por favor, Carmen, tú criaste animales en el pueblo…

—¡Y tú tenías cerebro! Te lo dije: no te arrastres tras ella. ¿Y ahora? Te dejó un “regalito”. Llévalo a una perrera y se acabó.

El perro no hacía ruido, solo la miraba con ojos oscuros. En ellos había miedo, resignación… y un dolor conocido.

—Parece que somos iguales —susurró Luisa—. Nadie nos quiere.

—Haz lo que quieras —refunfuñó Carmen—, pero sin mí.

Así empezaron los días difíciles. Lola necesitaba salir cinco veces al día. La espalda de Luisa ardía, las piernas le fallaban. Pero el perro lo entendía: no ladraba, no se quejaba. Con lluvia, esperaba en la puerta. Con calor, se acurrucaba bajo la cama. Poco a poco, Luisa dejó de sentirse tan sola.

Aunque Carmen dejó de hablarle. La amistad se rompió… pero en casa ahora había un alma.

Pasó un año. El último de Luisa. Su corazón no aguantó más. Los vecinos la encontraron en la cocina, y el perro no se había movido de la puerta, sin comer, sin hacer ruido.

Una semana después, Isabel apareció sin avisar.

—Qué asco… este olor —dijo con desprecio. Lola empezó a ladrar.

—¡Cállate! Tu dueña ya no está. Tendré que llevarte. Venderé el piso, y tú no pintas nada aquí.

En el cementerio, Isabel se acercó a la tumba fresca.

—Gracias por el piso y el dinero. Ah, y te dejo a tu Lola.

Soltó la correa y se marchó.

El perrito olfateó el montículo de tierra y se acostó junto a él. Aquí estaba su hogar.

Dos días pasaron. Lola no se movió. No comió. No se levantó.

Al tercer día, llegó Carmen con un ramo de flores.

—Ahí estás, pequeña… —murmuró al ver al perro junto a la tumba—. Ay, Luisa… Te desviviste por tu hija. Y al final… solo te quedó este perrito.

Se agachó y acarició su pelaje delgado.

—Bueno. Venga, te llevarás conmigo. No puedo dejarte aquí. Si Luisa pudo cuidarte… yo también. Lo importante es ser humana.

Al decirlo, cogió a Lola en brazos. Entre las nubes grises, asomó el sol. Por primera vez en una larga semana.

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Regalo de una hija: el rugido del silencio en la vejez