**Regalo de boda de la suegra: ¡Mejor nada que eso!**
Lina y Marcos decidieron casarse. La boda estaba en pleno apogeo cuando el presentador anunció que había llegado el momento de los regalos. Primero, felicitaron los padres de la novia; luego, llegó la madre de Marcos, Gertrudis Muñoz, con una gran caja adornada en azul claro.
“¡Vaya! ¿Qué habrá dentro?”, susurró Lina con curiosidad a Marcos.
“Ni idea. Mamá lo ha guardado como un secreto”, respondió el novio, desconcertado.
Decidieron abrir los regalos al día siguiente, cuando terminara el jaleo de la boda. Lina propuso empezar por la caja de la suegra. Quitaron el lazo, levantaron la tapa y se quedaron helados de asombro.
Desde hacía tiempo, Lina había notado una costumbre extraña en Marcos: nunca cogía nada sin pedir permiso, ni siquiera una golosina.
“¿Puedo comerme el último bombón?”, preguntó tímido, mirando la única praline que quedaba en el plato.
“¡Claro que sí!”, respondió Lina, sorprendida. “Ni siquiera tenías que preguntar.”
“Es mi educación”, sonrió él con vergüenza mientras quitaba el envoltorio.
No fue hasta meses después cuando Lina entendió el origen de aquella manía.
Un día, Marcos quiso presentarle a sus padres: Gertrudis y Federico Muñoz. Al principio, la suegra pareció amable, pero esa impresión se esfumó en cuanto se sentaron a comer.
Delante de cada invitado había un plato con dos cucharadas de patatas y una albóndiga minúscula. Marcos terminó rápido y pidió más en voz baja.
“¡Siempre tragando como un cosaco! ¡Nunca te llenas!”, protestó Gertrudis en alto, dejando a Lina profundamente incómoda.
Cuando Federico pidió más, Gertrudis le sirvió un plato rebosante, sonriente. Lina siguió comiendo en silencio, horrorizada por el rechazo que su suegra mostraba hacia su propio hijo.
Más tarde, durante los preparativos de la boda, Gertrudis dejó ver su verdadero carácter. Todo le parecía caro: los anillos, el restaurante, el menú.
“¿Para qué tanto lujo? ¡Podría ser más económico!”, refunfuñó sin disimulo.
Hasta que Lina estalló.
“¡Lo gestionamos nosotros!”, le espetó. “¡Es nuestro dinero y nuestra decisión!”
Ofendida, Gertrudis se calló y hasta amenazó con no ir a la boda.
Dos días antes, Federico apareció sin avisar en casa de la pareja.
“Hijo, ayúdame con el regalo”, pidió, llevando a Marcos al coche.
Había comprado una lavadora por su cuenta, harto de los caprichos de su mujer. Confesó que habían discutido porque Gertrudis consideraba que cualquier regalo para su propio hijo era demasiado caro.
El día de la boda, Gertrudis apareció al fin, con un vestido elegante y en taxi. Se comportó con educación, entregó la gran caja y luego se perdió entre los invitados.
A la mañana siguiente, Lina y Marcos abrieron la caja con ilusión que se convirtió en decepción.
“¿Toallas?”, murmuró Lina, incrédula, sacando una.
“Y calcetines”, suspiró Marcos, mostrando dos pares de lana. “Papá tenía razón Mamá cogió lo primero que encontró. No puedo creer lo tacaña que se ha vuelto. Hubiera sido mejor no regalar nada.”
Pero no acabó ahí. Días después, Gertrudis llamó para cotillear sobre los demás regalos.
“Venga, cuéntame. ¿Qué os dio la madre de Lina? ¿Y el tío Alberto? ¿Y sus amigas?”, insistió.
Marcos no quiso hablar de ello.
“Mamá, eso no es asunto tuyo. Lina y yo estamos contentos.”
Y colgó, sin sentir remordimientos por primera vez.
La vida nos enseña que el valor de un regalo no define la generosidad de quien lo da. Pero el respeto y el amor se ven en los detalles. Y Gertrudis, lamentablemente, ya no tenía ninguno.






