**El regalo de la suegra en la boda: cuando más vale no regalar nada**
Elena e Íker se iban a casar. La boda estaba en pleno apogeo cuando el presentador anunció que era la hora de los regalos. Los primeros en felicitar a los novios fueron los padres de ella. Después se acercó la madre de Íker, Natalia Vicente. Llevaba una caja enorme atada con un lazo azul cielo.
—¡Vaya! ¿Qué crees que hay dentro? —susurró Elena a Íker, emocionada.
—Ni idea. Mi madre lo ha guardado en secreto —respondió el novio, perplejo.
Decidieron abrir los regalos al día siguiente, cuando el bullicio de la boda hubiese pasado. Elena propuso empezar por la caja de la suegra. Al desatar el lazo y levantar la tapa, miraron dentro… y se quedaron mudos.
Elena había notado algo raro en Íker desde hacía tiempo: nunca cogía nada sin pedir permiso, ni siquiera una golosina.
—¿Puedo comerme el último caramelo? —preguntaba tímido, mirando el plato donde quedaba uno solo.
—¡Claro! —respondía ella, sorprendida—. Ni falta que hace preguntar.
—Es costumbre —sonreía él, desenvolviendo rápidamente el papel.
No fue hasta meses después cuando Elena entendió de dónde venía tanta timidez.
Un día, Íker la invitó a conocer a sus padres, Natalia Vicente y Pablo Iñíguez. Al principio, la suegra le pareció una mujer amable, pero esa impresión duró poco. En la cena, Natalia les sirvió dos platos con apenas un par de cucharadas de patatas y una croqueta diminuta. Íker terminó rápido y, bajando la voz, pidió más.
—¡Pero ¿es que no te sacias nunca? ¡Comes como cuatro! ¡No hay quien te mantenga! —protestó Natalia en voz alta, dejando a Elena helada.
Cuando Pablo pidió más, Natalia le sirvió con gusto un plato lleno. Elena apenas pudo terminar su comida, horrorizada por cómo trataba la suegra a su propio hijo.
Más tarde, al planificar la boda, Natalia no aprobaba nada: ni los anillos, ni el restaurante, ni el menú.
—¡Qué derroche! ¡Podríais haber elegido algo más barato! —reprochaba sin disimulo.
Fue Elena quien estalló primero.
—¡Nosotros nos ocupamos! —saltó—. ¡Es nuestro dinero y nuestra decisión!
Ofendida, Natalia dejó de llamar e incluso amenazó con no ir a la boda.
Dos días antes, Pablo visitó a los novios.
—Hijo, ayúdame con el regalo —dijo, llevándole al coche.
Resultó que había comprado una lavadora para ellos, sin depender de los caprichos de su esposa. Confesó que habían peleado; Natalia creía que hasta el regalo para su hijo era demasiado caro.
El día de la boda, Natalia apareció, vestida de gala y en taxi. Se comportó correctamente, entregó la gran caja con el lazo azul y después se perdió entre los invitados.
A la mañana siguiente, Elena e Íker abrieron impacientes la caja. La emoción se convirtió en decepción.
—¿Toallas? —murmuró Elena, sacando una.
—Y calcetines —suspiró Íker, levantando dos pares de felpa—. Mi padre tenía razón… Mamá regaló lo primero que encontró. Duele pensar que se ha vuelto así. Mejor hubiese venido sin nada.
Pero ahí no acabó todo. A los pocos días, Natalia llamó para… preguntar qué habían regalado los demás.
—A ver, ¿qué os dio tu suegra? ¿Y tu tío Javier? ¿Y las amigas de Elena? —insistió.
Íker, harto de cotilleos, respondió breve:
—Mamá, eso no es asunto tuyo. Elena y yo estamos contentos.
Y colgó, por primera vez sin sentir culpa.
La vida nos enseña que la generosidad no se mide por el precio del regalo. Pero el respeto, como el amor, se nota en los detalles… y a Natalia Vicente ya no le quedaban.