**El Regalo de Aniversario que Cambió mi Vida**
Lucía se contemplaba en el espejo. Hoy estaba especialmente hermosa: el peinado impecable, el maquillaje perfecto, las joyas discretas pero elegantes. Era su noche—cumplían diez años de matrimonio con Javier.
La fiesta transcurría entre risas, música y brindis. Los invitados se acercaban a felicitarlos, entregando regalos y abrazos. Lucía sonreía, pero algo en su interior la inquietaba, como si algo importante estuviera a punto de suceder.
Cuando llegó el momento de los regalos, ella tomó el micrófono:
—Querido, espero que te guste lo que he preparado—dijo, mirándolo fijamente.
Las puertas del salón se abrieron, y varios hombres entraron con una enorme caja cubierta por una tela brillante. Javier se levantó, expectante, pero cuando levantaron la tela, su rostro se heló de incredulidad.
Horas antes, Lucía había descubierto los mensajes en el teléfono de su marido. Cada palabra le atravesaba el alma. *”Te echo tanto de menos… Cuento las horas para verte”*, le escribía su amante.
Lo que más la desconcertó no fue la infidelidad, sino que la mujer fuera mucho mayor que él, con una figura ajena a los cánones de belleza. Y, sin embargo, Javier la prefería a ella.
Al oír sus pasos, borró las pruebas y dejó el móvil donde estaba. Javier entró silbando, eufórico por la prima que acababa de recibir en el trabajo—ya imaginaba llevarse a *”su Carmen”* a la costa.
—¿Te pasa algo? Pareces distinta—preguntó él, al notar su expresión.
—Nada—respondió Lucía, serena—. Solo pienso en la fiesta. Necesito dinero para los preparativos.
—Claro, no hay problema—sonrió, aliviado.
Antes, cada engaño la sumía en llantos y amenazas. Ahora, solo sentía un vacío frío. Algo dentro de ella había cambiado.
Mientras Javier salía al balcón a enviar otro mensaje, Lucía recordaba todas las veces que lo había perdonado. Su suegra siempre lo justificaba:
—Los hombres son como gatos: si en casa tienen comodidad, siempre vuelven. No montes escándalos, Lucita. Si lo pierdes, será culpa tuya.
Y el suegro añadía:
—¡No te quejes! Javier es un buen partido. Trabaja, trae dinero a casa. ¿Qué más quieres?
Pero ella sabía que ese *”buen partido”* engañaba a la primera oportunidad. Y que su suegro hacía lo mismo, solo que con más discreción.
Lucía había crecido en un hogar donde la infidelidad era una traición imperdonable. Pero en la familia de Javier, era normal: *”Aguanta, ya se le pasará”*.
Sus amigas le decían que se marchara, pero ¿adónde? Con tres hijos y sin ingresos fijos. Volver con sus padres era imposible—su hermano y su familia ya ocupaban la casa. Y, pese a todo, aún amaba a Javier. Lo amaba por los años de instituto juntos, por los primeros *”te quiero”*, por sus hijos.
Quizá su suegra tenía razón. Quizá, con el tiempo, Javier se cansaría.
Pero aquel mensaje lleno de ternura para otra mujer fue la gota que colmó el vaso. Era hora de terminar con aquella farsa.
Lucía llamó a una agencia de eventos. El dueño, un hombre llamado Gonzalo, la escuchó con atención mientras ella contenía las lágrimas.
—Debes vivir para ti y tus hijos—le dijo con firmeza—. ¿Por qué aguantar a alguien que no te valora?
Y en ese momento, nació su plan.
El día de la fiesta, todo era lujo: el salón de eventos, los invitados, incluso Carmen—la amante—asistió, luciendo una sonrisa burlona.
Lucía observaba todo con calma. Vestida de negro, elegante y segura, esperó el momento clave.
Cuando le tocó dar su regalo, anunció:
—Querido Javier: hace diez años te elegí como esposo. Hoy te agradezco por enseñarme cómo *no* debe ser un matrimonio.
Descubrieron el pastel, y de él salieron tres bailarinas en lencería—rubia, morena y pelirroja.
Javier palideció. Carmen se llevó las manos a la boca.
Lucía se acercó a él y susurró:
—Disfruta, cariño. Siempre quisiste *variedad*, ¿no?
Entre los murmullos, tomó a sus hijos y salió. Gonzalo la esperaba en la puerta.
El divorcio fue amargo. Javier la acusó de todo, pero el juez falló a su favor.
Ahora, años después, Lucía tiene su propio piso, un trabajo estable y, sobre todo, paz. Gonzalo se convirtió en su apoyo, en un verdadero padre para sus hijos.
Nunca se arrepintió.
**La vida comienza donde termina la paciencia. Nadie tiene derecho a pisotear tu dignidad.**