Lucía llevaba todo el día en la cocina, preparando con esmero los platos para su cumpleaños. Quería que todo saliera perfecto: las ensaladas, los entrantes, el plato principal. Al caer la tarde, empezaron a llegar los invitados: sus padres, sus amigas y, por supuesto, su suegra, Carmen Martínez. Las chicas no dudaron en ayudar, colocando los platos en la mesa y animando el ambiente. La fiesta prometía ser entrañable y llena de alegría. Hasta que la suegra tomó la palabra.
—Querida nuera —comenzó Carmen con una sonrisa forzada—, felicidades en tu día. Para celebrarlo, te traigo esto… —Se acercó y le entregó un sobre.
Lucía lo abrió con ilusión, pero al ver el contenido, palideció. Era un vale para un curso de cocina.
—Espero que por fin aprendas a cocinar —dijo su suegra con voz gélida—. Así el año que viene no tendremos que avergonzarnos delante de los invitados.
El silencio se hizo palpable. Lucía se quedó inmóvil, sin saber qué decir.
—¿En serio? ¿Ni en mi cumpleaños puedes evitar hacer esto?
—Tranquila —intervino Javier, su marido—. Yo hablaré con ella.
La llevó a la cocina. Nadie supo exactamente qué ocurrió tras esa puerta, pero al poco rato, Carmen se marchó, llevándose consigo el maldito vale. En la mesa, la tensión fue cediendo poco a poco, y los brindis por la salud, el amor y la paciencia devolvieron algo de alegría a la velada.
Cuando ya solo quedaban las amigas, el ambiente no era el mismo.
—Lucía, ¿de verdad cocinas tan mal? —preguntó Ana.
—Vamos, no soy un chef, pero la comida está decente. Mi suegra cree que si no lo hace su hijo, no está bien hecho.
—¿Y alguna vez ha probado tu comida? —preguntó Marta, sorprendida.
—Casi nunca. Ya va predispuesta a que no le gustará.
Entonces surgió el plan. Lucía decidió demostrar que el problema no era la comida, sino los prejuicios.
Tras hablar con Javier, prepararon todo. Él cocinó, pero fingieron que había sido ella. Invitaron a Carmen a cenar, y aunque llegó dispuesta a criticar, se quedó impresionada al ver la mesa llena de manjares: sopa, carne asada, ensaladas… Hasta pareció ablandarse.
—Bueno —murmuró—, al menos los cursos han servido de algo.
Empezó a comer e, incluso a regañadientes, alabó los platos.
—Se nota que has mejorado. Claro, no llegas al nivel de mi Javier, pero al menos no has tirado el dinero.
Fue entonces cuando Javier sacó su móvil, puso un vídeo y lo dejó frente a ella. Ahí aparecía él, cocinando esos mismos platos.
—Mamá, estoy harto de que critiques a Lucía. Lo que has comido hoy lo he preparado yo. Si te ha gustado, entonces no es culpa suya. Si solo quieres humillarla, se acabó. A partir de ahora, ni una queja más sobre su comida.
Carmen palideció.
—¡Esto es cosa suya! ¡Te está manipulando! ¡Yo no te crié así!
—Mamá, basta. Si sigues así, solo vas a alejarme más.
Ella se levantó indignada y se marchó dando un portazo.
Pasaron meses sin que Carmen llamara o escribiera. Javier tampoco dio el primer paso. Pero al final, ella cedió, consciente de que estaba perdiendo a su hijo. Se disculpó y, poco a poco, mejoró su relación con Lucía. Aunque algún comentario ácido seguía escapándose, ya no eran tan frecuentes. Lucía aprendió a no darles importancia, por la paz de la familia.
Al fin y al cabo, ni los prejuicios más arraigados resisten cuando la verdad sale a la luz. La convivencia exige respeto, y quien no lo entiende, tarde o temprano, termina solo.