**Un regalo con sabor a dolor**
Natalia y su marido, Gregorio, cenaban en la cocina. La noche era tranquila, la tetera se enfriaba en la cocina y por la ventana entraba el fresco del otoño temprano. Pero de repente sonó el teléfono. Gregorio miró la pantalla —un número desconocido—.
—¿Quién puede ser a estas horas? —murmuró.
—Contesta y lo sabrás —sonrió Natalia, sin darle importancia.
Gregorio se levantó y salió al pasillo. Minutos después regresó pálido, con la mirada vacía, como si hubiera visto algo que no encajaba en lo cotidiano.
—¿Qué te pasa, Goyo? —Natalia se levantó preocupada—. ¡Estás blanco como la pared!
—Natalia… Tengo una hija. Y tengo que ir a buscarla.
Hubo un tiempo en el que tuvo una familia. Irene, su primera esposa, le dio una hija, Ana. Pero dos años después del nacimiento, el matrimonio se resquebrajó. Irene estallaba por todo: le reprochaba que ganara poco, que no le dedicara tiempo, que “no ayudaba lo suficiente”.
Él lo intentó. Por Ana, por la familia. Muchos decían que quizá Irene tenía depresión posparto, que debía ir al médico. Pero Gregorio sabía que ella ya era así antes de Ana. Solo que ahora era peor.
No sonreía. Nunca. Y cuando jugaba con Ana, no era cariño, sino obligación. A Gregorio se le encogía el corazón al verlo.
Cuando, desesperado, le sugirió terapia, ella estalló:
—¿Acaso estoy loca para ti?
Fue la gota que colmó el vaso. Pidió el divorcio. Irene, como si fuera venganza, se llevó a Ana a otra ciudad. No dejó dirección. No reclamó la pensión. Desapareció.
Intentó buscarlas. Pero los recuerdos de las peleas con su ex esposa eran tan dolorosos que, al final, se rindió. Creía que para Ana sería mejor estar con su madre. No imaginaba cuán equivocado estaba…
Irene no perdonó. Ni a él, ni a la vida. El rencor que llevaba dentro lo envenenó todo. Y a Ana también.
Ana creció en una casa sin fiestas, sin abrazos, sin alegría. Escuchó hablar de los cumpleaños por primera vez en la guardería.
—Mamá, hoy es el cumple de Javier. ¡Le regalaron un coche! ¿A mí también me regalarán algo?
—No —cortó Irene—. Fui yo quien te trajo al mundo. A mí me toca celebrarlo. No preguntes tonterías.
No celebraban la Navidad. Reír estaba prohibido. Los caramelos eran un lujo. Ni siquiera veían dibujos. La vida era gris, tensa, y nadie sabía que la pequeña Ana soñaba en secreto: cuando creciera, compraría una bolsa entera de golosinas.
Los vecinos evitaban a Irene. No la querían, le tenían miedo. Decían: “Hay algo que no cuadra en ella”. Y tenían razón.
Un día, Irene se sintió mal. No confiaba en los médicos y llamó a la ambulancia demasiado tarde. Se la llevaron sin prometer nada. Antes de irse, le dio a una vecina el nombre del padre de Ana, su apellido y la ciudad donde vivía.
Ana se quedó con esa mujer. Callada, reservada, no entendió que su madre no volvería.
Los servicios sociales encontraron rápidamente a Gregorio, quien llevaba seis meses casado con Natalia. Cuando supo que podía recuperar a su hija, no lo dudó ni un segundo.
—Iré. Tengo que traerla —le dijo a Natalia.
—Claro. Voy contigo si quieres. O me quedo si es mejor. Pero tienes que estar con ella.
Ana no recordaba a su padre. Y tenía miedo: ¿y si era peor que su madre? Pero cuando Gregorio entró por la puerta, acompañado de un peluche enorme y una bolsa de caramelos, sus ojos brillaron.
Dulces. Calor. Bondad. Su pequeño corazón decidió: alguien malo no traería golosinas.
Mientras ella jugaba con el peluche, la vecina contó cómo había sido Irene. Gregorio escuchaba, apretando los puños. Un nudo le cerraba la garganta. Dios, ¿por qué me rendí? ¿Por qué no luché?
En unos días, los trámites estaban listos. Ana se mudó con su padre. Al día siguiente, en el desayuno, Gregorio preguntó:
—Pronto es tu cumple. ¿Qué quieres de regalo?
La niña se quedó confundida.
—No sé. Nunca he tenido regalos. No celebrábamos…
Se le cayó la cuchara.
—¿Cómo? ¿Por qué?
—Mamá decía que no me lo merecía. Que nacer no era un mérito.
Gregorio se levantó y salió en silencio. Natalia lo siguió. Lo encontró en la cocina, apoyado en la mesa, con el rostro entre las manos.
—Me pedía… solo caramelos. ¡Caramelos, Natalia! Algo que todos los niños deberían tener. Dios, ¿cómo pude permitir esto?
—No te culpes. Lo importante es que ahora está en casa. Con nosotros —susurró Natalia, abrazándolo—. Le devolveremos todo. Incluso lo que nunca tuvo.
Una semana después, la casa era un cuento de hadas. Globos, guirnaldas, el olor a bizcocho recién horneado. Ana cumplía siete años. Al despertar, creyó que soñaba: su habitación decorada, una tarta con velas. La abrazaban, la felicitaban, reían. Y ella rió también.
Por primera vez.
En el parque, montó en los columpios, comió algodón de azúcar y recibió regalos. Siete. Uno por cada año sin alegría.
Gregorio lloró en el coche mientras Natalia mecía a Ana, dormida en su hombro.
—Nunca más la dejaré ir —dijo—. Es mi oportunidad de enmendar todo.
Pasó un mes. Ana ya corría por la casa con Natalia, reía, la llamaba “tía Nati” y ayudaba a cocinar.
Un año después, en el desayuno, preguntó de pronto:
—¿Puedo llamarte mamá?
A Natalia casi se le cayó la taza.
—Por supuesto, cariño —susurró, abrazándola fuerte.
Y en ese momento, Gregorio supo que su familia estaba completa. Y la luz había regresado a su hogar.