**El Regalo con Sabor a Dolor**
Ellos cenaban en la cocina—Lucía y su marido, Javier. La tarde era tranquila, la tetera se enfriaba sobre la estufa, y por la ventana se filtraba el aire fresco del otoño temprano. De pronto, sonó el teléfono. Javier miró la pantalla—un número desconocido.
—¿Quién me llamará a esta hora? —murmuró.
—Contesta y lo sabrás —sonrió Lucía, sin darle mayor importancia.
Javier se levantó y salió al pasillo. Minutos después regresó, pálido, con la mirada vacía, como si hubiera visto algo que no cabía en los límites de lo cotidiano.
—¿Qué te pasa, Javi? —Lucía se puso en pie, alarmada—. ¡Estás blanco como el papel!
—Lucía… tengo una hija. Y necesito ir por ella.
Hubo un tiempo en que él tuvo otra familia. Marta, su primera esposa, le dio una niña—Claudia. Pero apenas dos años después del nacimiento, el matrimonio se resquebrajó. Marta estallaba por todo: que ganaba poco, que no le dedicaba tiempo, que “no ayudaba en nada”.
Él lo intentó. Por Claudia, por la familia. Muchos decían que quizá Marta sufría depresión posparto, que debía ir al médico. Pero Javier sabía que ella ya era así antes de nacer la niña. Solo que ahora era peor.
No sonreía. Nunca. Y cuando jugaba con Claudia, no era cariño, sino obligación. A Javier se le encogía el corazón al verlo.
Cuando, desesperado, le sugirió terapia, ella estalló:
—¿Acaso estoy loca?
Fue la gota que colmó el vaso. Se divorció. Marta, como venganza, se llevó a Claudia a otra ciudad. No dejó dirección. No reclamó la pensión. Desapareció.
Él buscó, pero los recuerdos de aquellas discusiones eran tan pesados que al final se rindió. Se convenció de que su hija estaría mejor con su madre. No sabía cuán equivocado estaba…
Marta nunca perdonó. Ni a él, ni a la vida. La rabia que guardaba lo envenenó todo. Incluida a Claudia.
La niña creció en una casa sin fiestas, sin abrazos, sin alegría. Escuchó hablar de cumpleaños por primera vez en la guardería.
—Mamá, hoy es el cumple de Pablo. Le regalaron un coche. ¿Y a mí me darán algo?
—No —cortó Marta—. Fui yo quien te parió. A mí me toca celebrar. No preguntes tonterías.
No había Navidad. Reír estaba prohibido. Los caramelos, un lujo. Ni siquiera veía dibujos. La vida era gris, tensa, y nadie supo que la pequeña Claudia soñaba en secreto con comprarse algún día una bolsa entera de golosinas.
Los vecinos evitaban a Marta. No les caía bien, les daba miedo. Decían: “Esa mujer no está bien”. Y no se equivocaban.
Un día, Marta se sintió mal. No creía en los médicos y llamó demasiado tarde a la ambulancia. Se la llevaron sin prometer nada. Antes de irse, le dio a una vecina el nombre del padre de Claudia, su apellido y su ciudad.
La niña se quedó con esa mujer. Callada, reservada, no entendió que su madre no volvería.
Los servicios sociales encontraron rápido a Javier, casado hacía medio año con Lucía. Cuando supo que podía recuperar a su hija, no dudó ni un instante.
—Iré. Debo traerla —le dijo a Lucía.
—Claro. Voy contigo si quieres. O me quedo. Pero tienes que estar con ella.
Claudia no recordaba a su padre. Y temía: ¿y si era peor que con su madre? Pero cuando Javier entró por la puerta, con un peluche enorme de un gato y una bolsa de caramelos, sus ojos brillaron.
Dulces. Calidez. Bondad. Su pequeño corazón decidió: alguien malo no traería golosinas.
Mientras jugaba con el peluche, la vecina habló de la difunta Marta. Javier escuchaba, apretando los puños. Tenía un nudo en la garganta. Dios, ¿por qué me rendí? ¿Por qué no luché?
En unos días, los trámites se resolvieron. Claudia se mudó con su padre. A la mañana siguiente, en el desayuno, Javier preguntó:
—Pronto es tu cumple. ¿Qué te gustaría de regalo?
La niña se quedó confundida.
—No sé. Nunca tuve regalos. No celebrábamos…
Él dejó caer la cuchara.
—¿Cómo? ¿Por qué?
—Mamá decía que no me lo merecía. Que nacer no era mérito mío.
Javier se levantó y salió en silencio. Lucía lo siguió. Lo encontró en la cocina, apoyado en la mesa, el rostro entre las manos.
—Me pidió… solo caramelos. ¡Caramelos, Lucía! Algo que todos los niños deberían tener. Dios, ¿cómo permití esto?
—No te culpes. Lo importante es que ahora está en casa. Contigo. Con nosotros —susurró Lucía abrazándolo—. Le devolveremos todo. Incluso lo que nunca tuvo.
Una semana después, la casa era un cuento de hadas. Globos, guirnaldas, olor a bizcocho. Claudia cumplía siete años. Al despertar, pensó que soñaba. Su habitación decorada, una tarta con velas. La abrazaban, la felicitaban, reían. Y ella rió también.
Por primera vez.
En el parque, montó en los columpios, comió algodón de azúcar y recibió regalos. Siete. Uno por cada año sin alegría.
Javier lloró en el coche mientras Lucía mecía a Claudia, dormida en su hombro.
—Nunca más la dejaré ir —dijo—. Es mi oportunidad de enmendarlo todo.
Pasó un mes. Claudia ya corría por la casa con Lucía, reía, la llamaba “tía Lucía” y ayudaba a cocinar.
Un año después, en el desayuno, preguntó de pronto:
—¿Puedo llamarte mamá?
Lucía casi suelta la taza.
—Claro, cariño —susurró, abrazándola fuerte.
Y en ese momento, Javier supo que su familia estaba completa. Y que la luz había vuelto a su hogar.