Hace poco, un amigo vino a casa a tomar un café. Estábamos charlando de la vida, como suele, cuando de repente dije: “Voy a fregar los platos, ahora vuelvo.”
Me miró como si acabara de anunciar que iba a construir un cohete espacial. Con una mezcla de admiración y perplejidad, añadió: “Qué bien que ayudes a tu mujer. Yo no lo hago, porque si lo intento, mi mujer nunca me lo agradece. La semana pasada, por ejemplo, fregué el suelo y ni siquiera me dijo ‘gracias’.”
Me senté de nuevo y le expliqué que yo no “ayudaba” a mi mujer. De hecho, mi mujer no necesita ayuda, necesita una pareja. Soy un compañero en las tareas del hogar, no un “ayudante” por hacer lo que me corresponde.
No le ayudo a limpiar, porque yo también vivo aquí y la limpieza es cosa de todos.
No le ayudo a cocinar, porque yo también tengo hambre y, por tanto, también me voy a remangar.
No le ayudo a fregar los platos, porque esos platos son también los míos.
No le ayudo con los niños, porque son mis hijos y mi obligación es ser su padre.
No le ayudo a lavar, tender o doblar la ropa, porque esa ropa también es mía y de mis hijos.  
No “ayudo” en casa. Yo también vivo aquí, esto también es mi hogar.
Y en cuanto al agradecimiento, le pregunté a mi amigo: “¿Cuándo fue la última vez que tu mujer hizo la colada, limpió la casa, preparó la cena, bañó a los niños, hizo las camas y tú le dijiste ‘gracias’?” Pero no un simple gracias, sino uno con entusiasmo: “¡Madre mía! ¡Eres increíble!”
¿Te parece raro? ¿Te estás quedando mirando al vacío ahora mismo? Cuando tú, una sola vez en tu vida, has pasado la fregona, ya esperabas una ovación… pero, ¿por qué? ¿Has pensado en eso, querido amigo?
Quizás porque en nuestra cultura de machitos te han enseñado que todo eso es “cosa de ella”.
O tal vez piensas que todo eso se hace solo, sin que ella mueva un dedo.  
Entonces, príngate. Elógiala como esperas que ella te elogie a ti, con la misma intensidad. Tiende la mano, compórtate como un compañero de verdad, no como un huésped que solo viene a comer, dormir, ducharse y satisfacer sus necesidades. Siéntete en casa. Porque esta también es tu casa.
El verdadero cambio en nuestra sociedad empieza en el hogar: enseñemos a nuestros hijos e hijas lo que significa ser un verdadero compañero.





