Herencia para el vacío y espejo para el alma: la confesión de una abuela desde la residencia de ancianos
Ay, nieta, siéntate más cerca, que te voy a contar una historia de mi vida. Ya estoy aquí, en la residencia de ancianos, pero la memoria me lleva a menudo a aquel día en que reuní a mis hijos para anunciar mi testamento. Eran cinco, y cada uno me miraba de forma distinta: unos con impaciencia, como en una estación esperando un tren que los lleve a una vida mejor, y otros simplemente callados, como si estuvieran y no estuvieran.
María, la mayor, con su blusa de seda y su pulsera reluciente, no dejaba de mirar el reloj, porque tenía una reunión en una hora, y claro, ella era importante, ¿entiendes? Sus problemas eran siempre los mismos: contactos, carrera, negocios. Pedro, el segundo, ajustaba su corbata mientras hablaba de un trato crucial y me guiñaba un ojo, como cuando vino con aquel “proyecto de cría de caracoles” que nunca funcionó.
Irene estaba en un rincón, apagada, con la hipoteca, los niños enfermos y un marido que apenas llegaba a fin de mes. Y Alejandro, el mayor, callado como siempre, frío y distante. Solo Carlos, el más joven, se sentaba aparte, sin mirar a nadie, simplemente presente.
Los miré a todos, a esos cinco sobres sobre la mesa. Sabía que debía hablar claro, sin rodeos legales.
—Para cada uno de vosotros hay una carta, mi última voluntad —dije.
Tomé el primer sobre y se lo di a María.
Ella, tan segura, lo abrió de un tirón, esperando documentos importantes, dinero, herencia. Pero allí no había más que un pequeño espejo. Su rostro cambió al instante: desconfianza, rabia, decepción.
—¿Esto es una broma? —susurró.
—Es todo lo que quería dejarte —respondí en voz baja—. Puedes mirarte.
Recordé cuando enfermé hace medio año, me rompí la pierna y le pedí a Irene que me trajera algo de comida. ¿Y ella? Dijo que estaba deprimida, que no tenía fuerzas, y luego subió fotos de un restaurante en redes sociales. Y eso sin contar todas las veces que me habló de lo difícil que era su vida.
Luego tomé el sobre de Pedro. Lo abrió, vio el espejo y frunció el ceño.
—¿Quieres decir que no nos dejas nada? —gruñó—. ¡La ley está de nuestra parte!
Lo miré con severidad.
—¿Recuerdas cuando vendiste el viejo Seat de tu padre por cuatro perras y luego alguien lo compró por una fortuna? No solo me robaste dinero, robaste los recuerdos de tu padre. Mírate en el espejo, quizá veas algo más que un empresario.
Se levantó de un salto, gritando, amenazando con abogados, pero yo me mantuve firme.
Irene, sin aguantar la escena, se echó a llorar, intentando convencerme de su amor, pero ya lo sabía: era solo una actuación.
Tomé su sobre. Lo sostuvo con manos temblorosas y vio el espejo.
—¿Por qué? ¡Yo siempre estuve aquí! —suplicó.
—Solo te compadecías de ti misma —dije—. ¿Recuerdas cuando pediste dinero para “curar” a tu hijo? Estaba sano, y os fuisteis de vacaciones. Tu “pena” era solo teatro.
Alejandro callaba, como siempre, el que nunca pidió ni dio, ni siquiera en el funeral de su padre. Cogí su sobre, lo abrió en silencio y también encontró el espejo.
—¿Qué hice mal? —preguntó con calma.
—Simplemente no estabas —contesté—. Nunca cuando se te necesitaba.
Y al fin, Carlos, el último. No quería cogerlo, me rogó que no lo hiciera. Pero le dije:
—Es necesario, hijo.
Y abrió su sobre. Y allí no había espejo, sino el verdadero testamento: la casa, las cuentas, todo lo que tenía era suyo.
Él fue el único que no me vio como un problema o una “vaca lechera”. Estuvo ahí porque me quería.
Miré sus rostros: rabia, sorpresa, decepción.
—La justicia no existe —dije—, se hace. Y hoy yo he hecho la mía.
Y les pedí que se fueran.
Así, nieta, la vida puso cada cosa en su lugar. A veces, lo más valioso que puedes dejar es un espejo, para que miren la verdad a los ojos. Otras, el verdadero cariño, ese que no se compra con dinero.