Reflexiona sobre tu futuro si entregas a la inocente niña de tu pareja.

**La decisión de Elena**

El domingo amaneció gris en Madrid. Elena Martín, envuelta en la quietud de su dolor, se arrancó de las sábanas. El piso, silencioso sin la presencia de Javier, resonaba con ecos del pasado. Preparó un café, lo sorbió lentamente, mirando por la ventana el patio del edificio: árboles raquíticos, charcos bajo un cielo plomizo que amenazaba con escupir aguanieve.

Aún así, salió. Necesitaba escapar de esas paredes que le recordaban lo imposible: Javier no volvería. La viudez le había arrebatado no solo a su marido, sino una parte de sí misma. Las semanas pasaban, pero el dolor no menguaba; solo se enterraba, como una espina clavada en el alma.

Se conocieron en la universidad. Él, con sonrisa desgarbada y ojos brillantes; ella, cautelosa pero curiosa. Cinco años de complicidad, de risas en los pasillos, de apuntes compartidos. Una tarde, tras un examen, Javier soltó la pregunta como quien tira un dado:

—¿Y si no nos separamos? ¿Si nos casamos?

—¿Esto es una propuesta? —Elena frunció el ceño, pero sonrió—. Pensé que nunca lo dirías.

Y así fue. Una boda sencilla en agosto, un piso en Chamberí con ayuda de sus padres. Ella, contable meticulosa; él, emprendedor incansable. Juntos levantaron su empresa, compraron un ático en Salamanca, viajaron a París y Roma. Las fotos de esos viajes ahora estaban borradas de su ordenador. No soportaba verlas.

Recordaba nítido aquel sábado maldito: el desayuno interrumpido por una llamada, la prisa de Javier. *”Alberto metió la pata con un cliente. Voy a solucionarlo”*. Un beso fugaz en la mejilla antes de irse. La última vez que lo vio con vida.

Una hora después, la policía. El hospital. El capitán que la guió al frío del depósito.

Alberto, el socio, se encargó del funeral. *”No vengas a la oficina todavía”*, le dijo. Pero dos meses después, Elena decidió volver. Heredaba la mitad de la empresa, y aunque el miedo la paralizaba, sabía que debía seguir. Con un vestido azul añil —el primero que compraba desde la muerte de Javier— entró en la oficina bajo miradas de lástima. Firmó papeles sin leerlos, agotada.

Al salir, en el parque de El Retiro, una anciana la abordó:

—¿Elena Martín? —La mujer, ajada pero con ojos como carbones, escrutó su rostro—. Tu marido mantenía a Lucía, la vecina del tercero. Tiene un niño. Ahora se muere de hambre.

Elena sintió que el suelo cedía. *Imposible*.

—Javier jamás…

—Lo vi entrar en su casa —insistió la anciana, entregándole un papel arrugado—. Si no ayudas a ese crío, irá a un orfanato. ¿Podrás vivir con eso?

Temblando, guardó el papel.

En casa, desesperada, llamó a su amiga Clara.

—Suena a chantaje —masculló Clara—. Voy a llamar a un conocido, Rubén. Fue policía.

Rubén llegó con aire cansado, pero alerta. Tras escuchar la historia, arqueó una ceja:

—¿Alberto sabe que piensas vender tu parte?

—No.

—Interesante —sonrió—. Creo que Alberto es el cerebro de esto.

Días después, Rubén le mostró pruebas: vídeos de Alberto con Lucía en el parque, grabaciones de conversaciones. *”Pronto seremos ricos”*, decía él. *”Elena firmó los papeles…”*.

—El niño es de Alberto —reveló Rubén, entregándole un informe de ADN—. Quiere quedarse con todo.

Al día siguiente, Elena enfrentó a Alberto en la oficina. Cuando lo acusó de la muerte de Javier, él palideció. Intentó drogar su café, pero Rubén irrumpió con la policía.

La avaricia lo hundió. Elena no vendió su parte. Contrató a expertos, consolidó el legado de Javier. Lucía y el niño desaparecieron. Y Rubén? Se convirtió en su jefe de seguridad.

El invierno cedió paso a la primavera. Elena, frente al retrato de Javier en el despacho, juró honrar su memoria. No con lágrimas, sino con fuerza. La vida, después de todo, seguía.

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