Me encontré con mi ex después de treinta años, en un supermercado, en la caja. Pongo mi kéfir con chorizo y cigarrillos. La cajera saluda rápido, sin mirarme, y pregunta: “¿Es todo?”, apartándose el flequillo teñido. ¡Qué gesto tan familiar! Pero me hubiera ido así si no hubiera visto la placa en su pecho: Margarita Avero.
—¿Rita, eres tú?
Ella, al fin, levanta la vista:
—Sí… ¿Y qué? ¡Dios mío! ¿Alejo?
—Sí, soy yo. No esperaba encontrarte así.
Verano de 1988. Rita y yo paseamos por Madrid, es domingo. Ella lleva una minifalda negra, delgada. Rita tiene unas piernas bonitas, un caminar desenvuelto y una sonrisa ligera que nunca desaparece. Parece que se me escapa, y yo intento alcanzarla. Rita es terriblemente atractiva, los hombres se dan la vuelta. Me enorgullezco de salir con ella, pero también me enfado porque no me deja ni abrazarla.
Le digo que sueño con ser periodista, Rita se ríe:
—A mí me parece aburrido. Yo voy a ser cantante. Eso seguro.
Tenemos veinte años. Rita está terminando el conservatorio, piano. Pero es verano, no hay clases, así que lleva las uñas largas, pintadas de rojo. Esas manos también me vuelven loco.
—¡Tengo hambre! Mira, hay un bar— dice Rita.
Llevo solo diez euros en el bolsillo. Mi madre me los dio antes de irse de viaje. Ese bar parece carísimo, probablemente me arruinaré. Pero pongo cara de confianza: “¡Claro, vamos!”. Por dentro, pienso: “Que me alcance, que me alcance…”
En el bar, Rita pide pizza y champán. Bebemos, ya no me importa nada, solo quiero llevármela a casa esa noche. Pero de pronto suena la canción de Mecano. Rita se levanta y empieza a bailar sola, apasionada. Todos los hombres la miran, olvidando sus copas. Y Rita canta: “Hoy el aire huele a ti, no puedo evitar pensar en ti…”. Parece que se siente una estrella.
Casi no me alcanza el dinero, pero Rita tira un euro sobre la mesa:
—¡Bueno, seguimos! ¿Qué hacemos ahora?
Y fuimos a mi casa. Quizás fue la noche más larga y hermosa de mi vida. Aeróbic para dos. “Hoy el aire huele a ti” resonaba en mi cabeza embriagada de felicidad.
Tres meses después, en otoño, rompimos. Rita me dejó:
—Escucha, conocí a un chico genial, lo siento. Además, dice que me presentará a alguien en un estudio de grabación. Quiero hacer un disco, hasta tengo el título: “Mi felicidad”.
—Qué nombre más tonto— contesté.
Y me fui. Quería gritar. Quería vengarme. Y quería llevármela otra vez a casa. Demasiadas emociones para un idiota de veinte años.
Ahora han pasado treinta años. Dios, treinta años. Delante de mí está Rita, gorda, cajera de supermercado.
—¿Recuerdas que querías ser cantante?— le digo con una sonrisa.
Rita se ríe nerviosa:
—Todos queríamos algo… Pero sé que tú sí te hiciste periodista. A veces te leo, bien por ti.
Salgo del supermercado. Pienso en Rita. Vaya, al final me vengué, aunque treinta años después. Hasta dejé el cambio a propósito. Irónicamente, eran exactamente diez euros. Aunque ahora no dan ni para una cerveza. La música se apagó, Rita engordó, su vida termina en una caja, entre pitidos de código de barras. Melancolía.
Unos días después, vuelvo al mismo supermercado. La verdad, casi no voy, pero entré. Sin saber por qué.
Ella estaba ahí otra vez. Me vio y se alegró:
—¿Tú fumas? ¡Vamos! Le pido a Naím que cubra la caja.
Rita se pone la chaqueta y salimos a fumar.
—Escucha, fui una tonta entonces, lo siento…— dice Rita.
—Rita, eso ya no importa. Han pasado treinta años. Estoy en mi tercer matrimonio, tengo tres hijos.
Rita sonríe, como antes:
—Ahora lo entiendo. Me das pena, ¿no? Piensas: “Pobre mujer, soñaba con ser famosa y ahora pesa patatas en un súper”.
—Bueno, no exactamente…
—Lo veo. Me compadeces. ¿Recuerdas que quería llamar al disco “Mi felicidad”? Pues no era tan tonto. Lo mantendría. Solo que nuestra idea de felicidad cambia mucho. Llevo veinticinco años casada con un hombre maravilloso, Diego. Sí, es sencillo, no tiene oído musical, ronca por las noches. Pero es un mecánico increíble, construyó una chimenea en nuestra casa de campo, sabe todo. Tenemos una hija adulta, preciosa. ¡Imagínate, ya tiene veintidós años! Estudia derecho, es muy formal, nada como yo. Está casada, tenemos una nieta, también Rita, de año y medio. Soy una abuela feliz. ¿Y lo de la caja? Podría no trabajar, Diego gana bien. Pero, ¿por qué no? Mientras la niña está en la guardería… Ya sabes, me gusta hablar. Bueno, me voy.
—Rita— digo al final—, tienes razón, toda la razón. Y no te compadezco. Vete, me alegro de verte.
Ya en la puerta, se da la vuelta:
—¡Ah! Por cierto, ¡sí me hice cantante! Le canto a mi nieta, y a ella le encanta. Así que soy una estrella. Una estrella de verdad… para ella.