Reencuentro de Amigos

**El reencuentro de los amigos**

En segundo de primaria, Miguel cambió de escuela y fue a otra en un pueblo distinto. Escuchó a su padre decirle a su madre:

Verónica, me ha escrito Iván, mi amigo del ejército. ¿Te acuerdas de cuando me cargó a cuestas después de romperme la pierna en los ejercicios?

¿Y qué más? preguntó Elena, su esposa, impaciente. Gregorio, ¿por qué callas? Sigue.

Pues que este Iván nos invita a mudarnos a su pueblo. Dice que viven bien. Yo soy mecánico y allí necesitan gente como yo. Tú eres veterinaria, así que también tendrás trabajo. Aquí el alcalde no se preocupa por el pueblo, todo se está viniendo abajo. Solo piensa en beber.

Pues quizás sea lo mejor. Yo también estoy harta de discutir con él asintió Elena.

Se mudaron. En clase, a Miguel lo sentaron junto a Pablo, un chico fuerte, vivaracho y con pecas en la nariz. Se hicieron amigos al instante. Delante de ellos, en la segunda fila, estaba Lucía, una niña rubia con rizos en la frente y una larga trenza. Era vecina de Pablo, así que iban juntos al colegio. Pablo siempre la defendía y le solía decir a Miguel con solemnidad:

Lucía será mi esposa cuando crezcamos.

Miguel se reía.

Eso será dentro de mucho.

Pero, al salir de clase, Pablo le cogía la mochila a Lucía y los tres caminaban juntos a casa. A Miguel le gustaba vivir en aquel pueblo. Rápidamente hizo amigos, estudiaba con diligencia y, después, salía a la calle a jugar con los demás chicos.

Así pasaron tres años. Hasta que algo inesperado ocurrió: la madre de Miguel enfermó y, al poco tiempo, falleció. El niño lloraba desconsolado, escondiéndose en los rincones.

¿Cómo viviré sin mamá? pensaba, abrumado por el dolor.

Enterraron a Elena. Gregorio se quedó solo con su hijo. Sin ella, todo era distinto, más difícil. Miguel la echaba mucho de menos. Su padre cocinaba mal, apenas sabía hacer nada. No revisaba los deberes del niño, llegaba cansado del trabajo y aún tenía que ocuparse de la casa.

Seis meses después, Gregorio llevó a casa una nueva esposa, una mujer del pueblo vecino.

Hijo, esta es Cecilia. Vivirá con nosotros ahora. Es mi mujer y debes obedecerla dijo, acariciando la cabeza de Miguel.

A Miguel no le cayó bien Cecilia. Ni siquiera Pablo y Lucía la aprobaban.

Mi madre dice que tu madrastra es mala confesó Lucía. La oí hablar con una vecina. En su pueblo nadie se casaba con ella, pero tu padre, sin conocerla bien, se enamoró.

Bueno, quizás no sea cierto defendió Pablo.

Pero Miguel ya sabía que jamás la querría como a su madre.

Veremos cómo va todo respondió él, con una madurez impropia de su edad.

Los vecinos cotillearon un tiempo, pero luego lo olvidaron. Cecilia no prestaba atención a Miguel. No tenía hijos propios y le daba igual cómo le iba en los estudios. Él sentía en el alma que ella lo despreciaba.

Con el tiempo, Cecilia dio a luz a un niño, Pablo. Ahora toda la atención era para el bebé. Gregorio también se derretía por él, sonriéndole, mientras a Miguel lo ignoraban. Se sentía de más, como un estorbo. Una tarde, escuchó por casualidad a Cecilia quejándose a su padre:

Gregorio, es muy difícil con dos niños. Miguel es vago, no ayuda y ahora hasta me responde mentía descaradamente. Ya es mayor. Llévalo con su abuela; no puedo con él.

Gregorio hizo caso a su mujer y decidió llevarlo de vuelta al pueblo de donde venían, donde vivía la abuela Ana, madre de Elena. Fue duro despedirse de sus amigos. Los tres lloraron y prometieron escribirse. Miguel se fue. Intercambiaron algunas cartas, pero al final la comunicación se perdió.

La abuela Ana quería mucho a su nieto. Miguel era todo lo que le quedaba de su hija. Los vecinos de Ana eran Antonio, su esposa Marina y su hija Carlota, cinco años menor que Miguel. La niña se encariñó con él. Iba a su casa porque Marina había sido amiga de Elena y lo trataba con cariño. Antonio también era bueno con el chico.

A Miguel le gustaba la mecánica. Antonio, un hombre habilidoso, le enseñó mucho: a trabajar la madera, a reparar coches y tractores.

Miguel, ven a ayudarme le decía con una sonrisa. Mañana al amanecer iremos a pescar.

Marina siempre cocinaba de más y les llevaba comida.

No deberíais molestaros decía Ana, incómoda.

Es un placer, de verdad respondía Marina.

Carlota también se apegó a Miguel. Cuando ella empezó el colegio, él la acompañaba. La trataba como a una hermana pequeña.

Miguel estudió ingeniería. Volvía en vacaciones a casa de su abuela. Tras graduarse, un día, de vuelta al pueblo, se encontró con Carlota, ya una mujer. Había terminado el bachiller y estudiaba magisterio.

¡Carlota! ¡Qué guapa estás! la levantó en brazos, riendo.

Cuidado, no le hagas daño a mi hija bromeó Marina desde el patio.

Miguel se había convertido en un hombre alto, fuerte y de ojos castaños, como su madre. Carlota lo miraba embelesada.

Has cambiado mucho dijo ella. Pareces un hombre de verdad.

Pasearon toda la tarde. Miguel comprendió que Carlota era su vida. La había echado de menos. Nunca había sentido algo así.

Ana envejecía. Miguel lo notaba cada vez que volvía. Aunque no se quejaba, él sabía que no le quedaba mucho tiempo.

Un día, ella le entregó una carta de su padre. Lo invitaba a la boda de su hermano Pablo.

Vaya, se acordó de que tiene otro hijo refunfuñó. Ni una palabra en todos estos años.

Ve le insistió Ana. Es tu padre.

El autobús lo dejó en la plaza del pueblo. Iba camino a la casa paterna cuando una niña lo detuvo.

¿A quién busca, señor?

A Gregorio.

¡Ah! Entonces es para la boda. Yo soy Paula. Mi papá es Pablo.

¿Pablo? Entonces vamos a tu casa.

Paula lo guió y, al entrar, Miguel vio a Lucía.

¡Lucía! exclamó, y ella se sobresaltó.

¡Miguel! se abrazaron.

No sabía que te habías casado con Pablo. Enhorabuena. Y tu hija es preciosa, se parece a ti. ¿Dónde está Pablo?

En el garaje, guardando el coche dijo Lucía, mirando por la ventana.

Pablo entró y, al ver a Miguel, al principio frunció el ceño, pero luego sonrió.

¡Miguel! ¡No te muevas! se abrazaron con fuerza, emocionados.

Pasaron la noche recordando viejas historias.

Nos casamos, como te dije de niños dijo Pablo, orgulloso. Ni una pelea en serio.

Y yo también me casaré pronto confesó Miguel. Con Carlota.

Al día siguiente, Miguel fue a casa de su padre. Cecilia, ahora gruesa y antipática, ni siquiera lo saludó.

Gregorio, tu hijo ha venido dijo, pasando de largo.

Su padre, envejecido y débil, lo abrazó.

Perdóname, hijo.

Cecilia, desde la cocina, los regañó:

¡Dejad el drama! Esto es una boda.

Gregorio se sentó, agarrando las manos de Miguel.

Te escribí para verteGregorio murió dos meses después, y aunque Cecilia no avisó, Pablo se encargó de que Miguel lo supiera para que pudiera despedirse, y así, después del funeral, regresó a casa con Carlota, donde por fin encontró la felicidad que tanto había buscado.

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