**Diario de un encuentro inesperado**
En segundo grado, Miguel cambió de escuela al mudarse a otro pueblo. Recordaba cómo su padre, Gregorio, le contaba a su madre:
—Verónica, mi amigo del ejército, Iván, nos escribió. ¿Te acuerdas de cómo me cargó cuando me rompí la pierna en los entrenamientos?
—¿Y qué más? —preguntó su mujer, Elena, mientras él guardaba silencio con aire intrigante—. Gregorio, ¿qué pasa? ¿Qué es lo que no me dices?
—Pues que Iván nos ofrece irnos a vivir a su pueblo. Dice que allí hay buen trabajo para mí como mecánico y para ti como veterinaria. Aquí el alcalde no hace más que beber y dejar que todo se vaya a pique.
—Quizá sea mejor así. Ya estoy harta de discutir con él —asintió Elena.
Se mudaron. En la nueva escuela, Miguel compartió pupitre con Cristóbal, un chico fuerte, lleno de pecas y con una sonrisa traviesa. Se hicieron amigos al instante. Delante, en la segunda fila, estaba Lucía, una niña rubia con rizos en la frente y una larga trenza. Era vecina de Cristóbal, así que iban juntos a la escuela. Cristóbal siempre la defendía y decía con orgullo:
—Lucía será mi mujer cuando seamos mayores.
Miguel se reía, pero Cristóbal no dejaba de repetirlo. Cada tarde, Cristóbal le cargaba la mochila a Lucía y los tres caminaban juntos a casa. Miguel se sentía feliz en ese pueblo. Hizo amigos rápidamente, estudia con ganas y luego salía a jugar hasta el anochecer.
Pasaron tres años así, hasta que su madre enfermó y, poco después, murió. Miguel lloraba escondido en un rincón, preguntándose cómo viviría sin ella. Gregorio y su hijo quedaron solos. Todo era más difícil sin Elena. Gregorio apenas sabía cocinar, y Miguel extrañaba su cariño.
Seis meses después, Gregorio llevó a casa a una nueva esposa, una mujer del pueblo vecino llamada Inés.
—Hijo, esta es Inés. Vivirá con nosotros ahora.
A Miguel no le cayó bien. Hasta Cristóbal y Lucía lo compadecían.
—Mi madre dice que tu madrastra es malvada —susurró Lucía—. Oí que en su pueblo nadie quiso casarse con ella, pero tu padre no lo sabía.
—No será para tanto —dijo Cristóbal, defendiéndola—.
Pero Miguel sabía que jamás la querría como a su madre.
Con el tiempo, Inés tuvo un hijo, Pablo, y desde entonces, toda la atención fue para el bebé. Miguel se sintió invisible. Una noche, escuchó a Inés quejarse con su padre:
—Gregorio, es demasiado trabajo. Miguel no ayuda y hasta me responde mal. Llévalo con su abuela.
Gregorio obedeció. Miguel tuvo que despedirse de sus amigos entre lágrimas, prometiendo escribirse. Pero, con el tiempo, las cartas cesaron.
Su abuela Ana lo recibió con amor. Él era todo lo que le quedaba de su hija Elena. Los vecinos, Antonio y Marina, con su hija Catalina, lo acogieron como a un hijo. Antonio le enseñó carpintería, y Marina lo colmaba de comida. Catalina, cinco años menor, lo seguía a todas partes.
Los años pasaron. Miguel ingresó en la universidad y, al terminar, regresó al pueblo. Allí encontró a Catalina, ya una mujer, y algo en su interior estalló de felicidad.
—¡Catalina! ¡Qué hermosa te has vuelto! —la abrazó, girando con ella en brazos.
—Cuidado, no vayas a tirar a mi hija —bromeó Marina desde el patio.
Esa noche, caminaron juntos bajo las estrellas, y Miguel supo que no podía vivir sin ella.
Poco después, recibió una carta de su padre, invitándolo a la boda de Pablo. Con desgana, fue. Al llegar, una niña llamada Paula lo saludó:
—¿A quién busca, señor?
—A Gregorio.
—¡Ah! ¿Para la boda? Soy Paula. Mi papá es Cristóbal.
Miguel la siguió y, allí, encontró a Lucía.
—¡Miguel! —gritó, abrazándolo.
Cristóbal entró poco después y, después de un momento de sorpresa, se abrazaron como hermanos. Esa noche, recordaron viejas historias y rieron.
—¿Y tú no te casas? —preguntó Lucía.
—Pronto lo haré. No puedo vivir sin Catalina.
Al día siguiente, Miguel visitó a su padre, que estaba viejo y enfermo.
—Perdóname, hijo… —susurró Gregorio.
Inés no le dirigió la palabra.
Dos meses después, Gregorio murió. Inés ni siquiera le avisó. Fue Cristóbal quien le dio la noticia.
Seis meses después, Miguel se casó con Catalina. La boda fue alegre, pero una semana después, Ana falleció en silencio, como si hubiera esperado para no opacar su felicidad.
**Lección aprendida:** La vida da vueltas, pero el amor verdadero siempre regresa. Los que te quieren de veras nunca se van del todo.