Reencuentro con los seres queridos

**El Encuentro con los Parientes**

Esteban se mudó temporalmente al apartamento de su madre cuando esta enfermó. Él y su esposa vivían en las afueras de la ciudad, en una casa de dos plantas. Habían criado a una hija y un hijo, que ahora rondaban los cincuenta y seis años, y ya tenían dos nietos.

Esteban no se quejaba de su vida. Sus padres habían sido buenos con él, su único hijo, al que mimaron y adoraron. Con su esposa, Lucía, tuvo suerte: era tranquila y cariñosa. Su hijo se casó y vivía con su mujer y su hija en la casa familiar, donde había espacio para todos.

—Lucía, construiremos una casa grande, espero que Miguelito siga con nosotros aunque se case —le decía a su esposa cuando comenzaron la obra—. En cambio, la niña seguro que volará del nido, las chicas son así.

Levantó una casa amplia, de dos pisos y sótano. El jardín era un vergel. Lucía, buena ama de casa, disfrutaba cavando en la tierra fértil, donde todo lo que plantaba crecía. Adoraba las flores, y en verano el patio olía a jazmines y rosas.

Así sucedió. La hija terminó sus estudios, se casó y se fue con su marido a su tierra natal. El hijo se quedó con los padres.

Claudia, la madre de Esteban, estaba enferma. Desde la muerte de su esposo, no lograba reponerse, y cada día se debilitaba más. Hasta que un día le dijo a su hijo:

—Estebanito, tendrás que venir a vivir conmigo un tiempo. Siento que no me queda mucho, tu padre me espera allá. No puedo levantarme, mira en lo que he acabado —las lágrimas rodaban por sus mejillas.

—Mamá, no llores, por supuesto que no te dejaré sola aquí. Ya veo que ni siquiera puedes sostener una taza —prometió él y, dejando todo, se instaló con ella.

Claudia tenía ochenta y siete años, y al sentir que la vida se le escapaba, llamó a Esteban. Él se sentó junto a su cama. Quería despedirla con dignidad. Le daba las medicinas, aunque no ayudaban mucho, llamaba al médico, la alimentaba con cuchara.

—Estebanito —dijo Claudia con voz entrecortada—, pronto me llevarás a mi último viaje. Hijo, quiero contarte un secreto familiar que tu padre y yo guardamos toda la vida. Acordamos que quien viviera más tiempo te lo diría.

Claudia enjugó el sudor de su frente con manos temblorosas. Respiró hondo antes de continuar:

—Esto te sorprenderá, pero no nos guardes rencor. No puedo llevarme este secreto a la tumba. Hijo… tú no eres nuestro hijo de sangre.

La confusión en el rostro de Esteban la hizo continuar:

—Eres nuestro hijo en todo lo demás. Siempre te quisimos, lo sabes. Fuiste nuestro tesoro. Te dimos estudios, te ayudamos a construir tu casa, a casarte. Eres nuestro hijo amado, pero…

El silencio llenó la habitación. Esteban no podía reaccionar. Claudia, exhausta, jadeaba.

—¿Cómo es posible, mamá? —preguntó él, pero ella le indicó con la mirada que aún tenía algo más que decir.

Con un último esfuerzo, susurró:

—Te trajimos de un pueblo cerca de donde nació tu padre. Al casarnos, no podíamos tener hijos, y los médicos no daban esperanzas. Cerca de la casa de sus padres vivía una familia pobre con cuatro hijos. Tú eras el menor, enfermizo y delgado. Tu padre habló con ellos y te trajimos. Prometimos cuidarte y criarte bien.

La pareja se sorprendió cuando los vecinos accedieron con alegría.

—Llévenselo, es una boca más que alimentar, y siempre enfermo, no durará mucho —dijo tu madre verdadera.

Los documentos se cambiaron fácilmente en aquel entonces. Hablaron con el alcalde y listo. Se llevaron al niño y se mudaron a otra región, donde nadie los conocía.

—Los padres de tu padre ya murieron, pero tus hermanos quizás vivan aún. Tal vez los encuentres. Perdónanos, Estebanito…

Las lágrimas de Claudia eran continuas. Él las enjugaba.

—No llores, mamá. Solo tú eres mi madre. Te agradezco todo lo que hiciste. Mi vida no habría sido mejor de otra manera.

Esteban salió de allí aturdido. Pasó la noche en vela, reflexionando: *¿Cómo que no soy su hijo? No hay nadie más importante para mí que ellos*.

Dos días después, Claudia murió en silencio. Esteban y Lucía la enterraron junto a su padre. Al contarle el secreto, su esposa no se sorprendió.

—Estas cosas pasan, Esteban. Gracias a tus padres por criarte así. Sigamos adelante.

Pero la notedad no paraba de dar vueltas en su cabeza. *¿Cómo serán mis parientes? ¿Me recordarán?*

—Lucía —dijo al desayuno—, quizá deba ir a ese pueblo. Veré si los encuentro.

—Si lo necesitas, ve. Es mejor que vivir con la duda.

Esteban partió. El pueblo era pequeño, con apenas setenta casas, algunas abandonadas. Preguntando, encontró la suya: una construcción humilde de dos ventanas.

Con el corazón agitado, empujó la vieja verja y caminó hacia la puerta. Golpeó. Nadie respondió.

Dentro, un hombre con barba de días asomó.

—¿Qué quieres? —preguntó con voz ronca.

—Busco a Juan Garrido, mi hermano.

—Soy Juan Garrido. ¿Qué hermano? —lo miró desconcertado.

Esteban explicó que lo habían dado en adopción.

—Ah, el Estebanito. Yo era un crío, no me acuerdo. Pero sí oí algo de eso. Siéntate.

Juan, con resaca, pidió dinero para un trago. Esteban le dio cincuenta euros, y el hombre volvió rápidamente con una botella.

—Brindemos —dijo, sirviendo.

—No bebo —declinó Esteban.

Juan bebió solo, animándose.

—No te recuerdo. Naciste después que yo. Te fuiste cuando apenas gateabas. Luego seguimos con nuestras vidas, te olvidamos.

Bebió más, y contó:

—Nuestro hermano mayor, Paco, murió borracho. Quemado en su casa. Los padres también se fueron hace tiempo.

Al acabarse la botella, Juan, ya ebrio, tuvo una idea:

—Vamos a ver a la Valen, ella quizá te recuerde.

Valentina abrió rezongando.

—¿Quién anda ahí?

Su patio estaba en ruinas.

—Valen, soy Juan —dijo el hermano tambaleándose—. Traje a nuestro hermano.

Ella negó con la cabeza.

—¿Esteban? No, no tuvimos ningún Esteban en la familia.

Luego se quejó de sus males:

—Me duelen las piernas, las gallinas se escaparon, mis hijos no vienen…

Esteban y Juan se miraron, incómodos, y se marcharon.

Tres casas más allá, Juan lo llevó donde su hijo Nicolás.

—Aquí hay sitio para dormir.

Nicolás, al ver a su padre borracho, lo echó gritando.

—¡Vete a dormir la mona!

Juan huyó, y Esteban se explicó. Nicolás lo escuchó, pensativo.

—Ahora te llevo a la ciudad.

En el coche, Nicolás le contó que su padre era un alcohólico, y que su madre había muerto tras años de sufrimiento.

Esa noche, Esteban volvió a casa. Lucía no hizo preguntas; su rostro lo decía todo. Después de cenar, se acostó, agotado.

*Ahí están mi pueblo y mi sangre. Nadie me echó de menos. Bueno, que vivan y sean felices.*

Y con eso se durmiY al amanecer, Esteban decidió que su verdadera familia siempre había sido la que lo crió con amor, y cerró para siempre ese capítulo de su vida.

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