Volver a mirarnos
Ese día Víctor salió antes del trabajo. Habitualmente llegaba a las siete en punto, escuchaba el chisporroteo de algo en la sartén de la cocina y percibía el aroma del pisto mezclado con la ligera fragancia del perfume de su mujer. Pero, aquella vez, lo liberaron de la reunión mucho antes: el jefe había caído enfermo. Así que Víctor, a las cuatro de la tarde, se encontró frente a la puerta de su propio piso en la calle Gran Vía, con una extraña torpeza, como un actor que pisa el escenario fuera de tiempo.
Introdujo la llave en la cerradura. El mecanismo soltó un crujido demasiado fuerte. En el vestíbulo colgaba sobre el perchero un elegante chaqué de lana, caro, que no le pertenecía. Allí, en el mismo sitio donde él solía colgar el suyo.
Un sonido de risa femenina llegó desde el salón. Esa risa, grave y aterciopelada, siempre había sido su tesoro personal. Después, una voz masculina, apenas audible, pero con tono firme y hogareño.
Víctor no se movió. Sus pies parecían arraigados al parquet que él y Lucía habían elegido juntos, discutiendo el tono del roble. En el espejo del hall vio su reflejo: rostro pálido, traje arrugado por la rutina de oficina. Se sentía un extraño en su propia casa.
Avanzó hacia el sonido sin quitarse los zapatos, lo cual violaba la regla más estricta del hogar. Cada paso retumbaba en sus sienes. La puerta del salón estaba entreabierta.
Allí estaban, en el sofá, Lucía, su querida Lucía, envuelta en una bata turquesa que él le había regalado el año anterior, con las piernas recogidas bajo ella, como en casa. Junto a ella, un hombre de unos cuarenta años, con mocasines de ante sin calcetines ese detalle le resultó al fin irritante, camisa perfectamente ajustada y el cuello desabrochado. Sostenía una copa de vino tinto.
Sobre la mesa de centro reposaba la misma flauta de cristal que había sido reliquia familiar de Lucía. Dentro había pistachos y sus cáscaras esparcidas por la superficie.
Era la escena de una intimidad absoluta y doméstica, no de pasión desbordante, sino de una infidelidad cotidiana, la más hiriente de todas.
Ambos lo divisaron al mismo tiempo. Lucía se estremeció y el vino se derramó sobre su bata, tiñéndola de rojo. Sus ojos, muy abiertos, mostraban más desconcierto que horror, como el de un niño sorprendido en su travesura.
El desconocido, con un gesto lento y casi perezoso, dejó la copa sobre la mesa. En su rostro no había miedo ni vergüenza, solo una ligera molestia, como la de quien le interrumpen en el momento más interesante.
Víto empezó Lucía, quebrándose la voz.
Él no le prestó atención. Su mirada se posó primero en los mocasines del hombre, que podrían haber paseado por el salón sin problema, y luego en sus propios zapatos polvorientos. Dos pares de calzado bajo un mismo techo. Dos mundos que no debían colisionar.
Creo que me voy dijo el desconocido, levantándose con una lentitud indecorosa para la ocasión. Se acercó a Víctor, lo miró con curiosidad, como a una pieza de museo, asintió y se dirigió al hall.
Víctor quedó inmóvil. Oía el crujido del chaqué al cerrarse la cerradura. La puerta se cerró.
Los dos se quedaron solos en un silencio denso, roto solo por el tictac del reloj. El aire olía a vino, a perfume masculino caro y a traición.
Lucía se aferró a sus hombros, murmurando palabras que apenas penetraban el grueso vidrio del entendimiento: no lo entiendes, no es lo que piensas, solo hablábamos. Todo sin peso.
Víctor se acercó a la mesa, tomó la copa del desconocido y percibió un olor ajeno. Miró la mancha roja en la bata, las cáscaras de pistacho, la botella medio vacía.
No gritó. No alzó la voz. Solo sintió una repulsión total, fisiológica, hacia la casa, el sofá, la bata, el perfume, y, sobre todo, hacia sí mismo.
Devolvió la copa a su sitio, se giró y volvió al hall.
¿Dónde vas? tremoló la voz de Lucía, cargada de miedo.
Víctor se detuvo ante el espejo y observó su reflejo, aquel hombre que acababa de desaparecer.
No quiero quedarme aquí dijo, con voz serena y cristalina. No hasta que el aire se despeje por completo.
Salió del piso y descendió las escaleras. Se sentó en la banca frente al portal de su edificio. Sacó el móvil y descubrió que la batería estaba agotada.
Miró por la ventana de su apartamento, la luz cálida que tanto amaba, y esperó. Esperó a que ese aroma ajeno a los perfumes, a los mocasines y a la vida que había llamado suya se disipara. No sabía qué seguiría, pero era consciente de que no existía vuelta atrás al horario de las cuatro.
Así quedó allí, en la banca fría, mientras el tiempo transcurría de forma extraña. Cada segundo quemaba con claridad. Vio pasar una sombra por la ventana: Lucía, acercándose para verlo. Él giró la cabeza.
Pasado un rato, quizá media hora, tal vez una hora, la puerta del portal se abrió. Lucía salió, sin bata, con jeans sencillos y una sudadera. Llevaba un chal.
Cruzó la calle despacio y se sentó junto a él en la banca, dejando entre ambos un espacio de medio cuerpo. Le tendió el chal.
Tócalo, que te caliente.
No, gracias replicó él, sin mirarla.
Se llama Arturo dijo Lucía en voz baja, mirando el asfalto. Lo conozco desde hace tres meses. Es el dueño de la cafetería que está al lado del gimnasio donde entreno.
Víctor escuchó sin girar la cabeza. El nombre, el oficio, nada importaba. Eran solo decoraciones para lo esencial: su mundo había colapsado no con un estruendo, sino con un simple clic cotidiano.
No busco excusas tremoló su voz. Pero tú el último año has estado ausente. Venías, cenabas, veías la tele y te dormías. Dejaste de verme. Y él él sí te vio.
¿Vio? por fin Víctor se volvió, con la voz áspera por el silencio. ¿Vio que bebías de mis copas? ¿Vio que tirabas cáscaras de pistacho sobre mi mesa? ¿Eso es lo que dice haber visto?
Lucía apretó los labios, los ojos se llenaron de lágrimas que no dejó caer.
No pido perdón. No pretendo que todo desaparezca de inmediato. Simplemente, no supe cómo llegar a ti. Parece que sólo transformándome en monstruo he vuelto a ser la persona que alguna vez notaste.
Yo estoy aquí comenzó Víctor despacio, escogiendo las palabras, y me repugna. Me repugna el perfume ajeno en nuestro hogar. Me repugnan esos mocasines. Pero, sobre todo, me repugna que pudieras hacerme esto.
Encogió los hombros. El frío le calaba la espalda.
No iré allí hoy dijo. No podré entrar al apartamento donde cada cosa recuerda aquel día respirar ese aire.
¿A dónde irás? su voz tembló, un miedo animal, de pérdida definitiva.
A un hotel. Necesito un techo donde dormir.
Lucía asintió.
¿Quieres que me vaya a casa de una amiga? ¿Dejarte solo en el piso?
Él negó con la cabeza.
Eso no cambiará lo que sucedió dentro. El hogar debe quedarse vacío, Lucía. Quizá haya que venderlo.
Lucía quedó petrificada, como golpeada. Aquella casa había sido su sueño compartido, su fortaleza.
Víctor se levantó de la banca, sus pasos pesados y lentos.
Mañana dijo, no hablaremos. Pasado mañana, lo mismo. Necesitamos silencio, cada uno por su lado. Luego luego veremos si queda algo que valga la pena decir.
Se dio la vuelta y siguió por la calle sin mirar atrás. No sabía a dónde iba. No sabía si volvería. Solo sabía que la vida anterior a aquella tarde había terminado. Y, por primera vez en años, debía dar un paso hacia lo desconocido, no como marido, no como parte de una pareja, sino como un hombre cansado y herido. En esa herida, paradójicamente, volvió a sentir que estaba vivo.
Caminó sin rumbo y la ciudad le parecía ajena. Los faroles proyectaban sombras cortantes sobre el pavimento, fáciles de perder. Víctor se internó en el primer hostal que encontró, no por ahorro, sino por deseo de desaparecer, de fundirse en una habitación sin identidad, donde el olor a cloro y a vidas extrañas reinaba.
La habitación recordaba a una enfermería: paredes blancas, cama estrecha, silla de plástico. Se sentó al borde, y el silencio golpeó sus oídos. No hubo crujido de parquet, ni ruido de frigorífico, ni la respiración de su esposa detrás. Solo el zumbido en su cabeza y el peso en el pecho.
Sacó el móvil, lo puso a cargar en la recepción. La pantalla se iluminó con notificaciones: colegas, chats de trabajo, publicidad. Una noche ordinaria para un hombre ordinario, como si nada hubiera pasado. Esa normalidad le resultó insoportable.
Mandó un SMS al jefe: «Enfermo, no saldré unos días». No mentía. Sentía que lo envenenaba.
Se duchó. El agua estaba casi hirviendo, pero él no percibía la temperatura. De pie, con la cabeza gacha, vio cómo las chorros le lavaban el polvo del día. Al mirarse en el espejo roto del lavabo, vio un reflejo cansado, arrugado, ajeno. ¿Así lo había visto Lucía esa noche? ¿Así había sido él durante tantos meses?
Se tiró en la cama, apagó la luz. La oscuridad no trajo alivio. En su mente se sucedían imágenes como diapositivas malditas: el chaqué en el perchero, la mancha de vino en la bata, los mocasines sin calcetines. Y lo peor, sus palabras: «Has dejado de verme».
Se revolcó buscando una posición cómoda, pero no la halló. Todo estaba torcido. Una idea empezó a rondarle, una que al principio rechazó, pero que volvía una y otra vez, como un insecto molesto: ¿y si había sido él, con su indiferencia y su pereza emocional, quien la empujó hacia los brazos de aquel hombre de mocasines? No para justificarla, ni para absolverla, sino para comprender.
Lucía no dormía. Deambulaba por el piso como un fantasma, con los brazos cruzados. Se detuvo ante el sofá; la mancha de vino sobre la bata se había secado, volviéndose una mancha marrón y fea. Arrugó la bata y la lanzó a la basura.
Luego tomó la copa que Arturo había usado, la observó largo rato, la llevó a la cocina y la estrelló contra el fregadero. El cristal se hizo añicos con un sonido agudo. Por un instante, sintió alivio.
Recogió los restos de aquello que no era suyo: tiró los pistachos, vertió el vino sobrante, limpió la mesa, desechó los fragmentos. Pero el perfume del hombre quedó impregnado en las cortinas, en los tapices. Estaba en todas partes, como la vergüenza y una extraña sensación de liberación. La mentira se volvió verdad; el dolor, tangible.
Se sentó en el suelo del salón, abrazó sus rodillas y, al fin, se permitió llorar. No fue un sollozo estruendoso, sino lágrimas que caían en silencio, saladas y amargas. Lloró no solo por el daño que le había causado a Víctor, sino por el colapso de la ilusión que ambos habían construido con tanto empeño: la ilusión de un matrimonio feliz.
Sabía con certeza que ella había sido la culpable. Que él no le había prestado atención, que él no había sido tan tierno, pero que el error había sido suyo.
A la mañana siguiente Víctor se despertó destrozado. Pedió un café en la cafetería de la esquina y se sentó frente a la ventana, mirando la ciudad desperezarse. Su móvil vibró. Era un mensaje de Lucía.
No llames, solo escríbeme si estás bien.
El texto era simple, humano, sin gritos, sin exigencias. Solo preocupación, esa que él, quizás, había dejado de notar.
Él no respondió. Había prometido guardar silencio. Pero, por primera vez en esas horas, la rabia y la repulsión que lo consumían cedieron un pequeño espacio a algo más difuso y tenue. No era esperanza, pero sí curiosidad.
¿Qué pasaría si, tras todo aquel horror y dolor, pudieran volver a verse, no como enemigos, sino como dos personas cansadas y solas, que en otro momento se amaron y quizá se habían perdido?
Terminó su café, dejó la taza sobre la mesa. Los días de silencio estaban por venir, y después, tal vez, una conversación. Y pensó que quizá el miedo no era al diálogo, sino a la idea de que nada cambiaría.
Al final, ya no creían en cuentos de hadas. Su amor no era perfecto; estaba herido y agotado. Pero cuando todo se vino abajo, vieron en los fragmentos no solo odio, sino una oportunidad. La oportunidad de reconstruirse, no como eran antes, sino como podrían llegar a ser. Porque el amor más fuerte no es el que nunca cae, sino el que encuentra la fuerza para levantarse del polvo.






