Redescubriendo nuestro vínculo juntos

Rever la cara del otro como nunca antes

Aquella tarde Víctor García, ingeniero de una oficina del centro de Madrid, salió antes de lo habitual. Su jornada terminaba a las ocho, el aroma del sofrito y el perfume de su mujer, Inés, se colaban siempre por la cocina. Hoy, sin embargo, lo dejaron a las cuatro porque el jefe había caído enfermo. Víctor se encontró frente a la puerta de su apartamento, con una sensación de incómodo desliz, como un actor que pisa el escenario fuera de tiempo.

Insertó la llave; el cerrojo rechinó con un sonido demasiado fuerte. En el recibidor colgaba, sobre el perchero, un elegante chaquetón de lana fina, de esos que cuestan un buen dinero, y estaba justo en el lugar donde él siempre guardaba su abrigo.

Desde el salón se escuchó una risa femenina, baja y aterciopelada, esa que siempre había sido suya. Después, una voz masculina, algo ronca, pero con tono seguro y doméstico.

Víctor no se movió. Sus pies parecían fundirse con el parquet que él e Inés habían elegido juntos, discutiendo matices de roble. Se vio reflejado en el espejo del recibidor: rostro pálido, traje arrugado por la oficina. Era un extraño en su propio hogar.

Se acercó al sonido sin quitarse los zapatos, violando la regla de la casa al pie de la letra. Cada paso retumbaba en sus oídos. La puerta del salón estaba entreabierta.

Allí estaban, sentados en el sofá. Inés, su Inés, vestida con una bata turquesa que él le había regalado en su cumpleaños pasado. Sus piernas estaban recogidas bajo ella, como siempre, con esa naturalidad hogareña. Junto a ella, un hombre de unos cuarenta años, con mocasines de ante sin calcetines (ese detalle le resultaba a Víctor especialmente irritante), camisa perfectamente entallada y el cuello desabrochado. Sostenía una copa de vino tinto.

Sobre la mesa de café reposaba la misma jarrón de cristal, reliquia familiar de Inés, lleno de pistachos. Las cáscaras estaban esparcidas por el tablero.

Era el cuadro de una intimidad absoluta y cómoda. No había pasión ni arrebato, sino una infidelidad cotidiana, la más amarga de todas.

Ambos lo vieron al mismo tiempo. Inés se sobresaltó; el vino de su copa se derramó, tiñendo de rojo la delicada bata. Sus ojos, muy abiertos, mostraban más desconcierto que horror, como los de un niño atrapado en el acto de una travesura.

El desconocido dejó la copa sobre la mesa con un gesto lento, casi perezoso. En su rostro no había miedo ni vergüenza, solo una ligera molestia, como la de quien le interrumpen en el mejor momento de una historia.

Ví comenzó Inés, la voz quebrándose.

Él no la escuchó. Su mirada pasó de los mocasines del hombre a sus propios zapatos polvorientos. Dos pares de calzado en el mismo espacio, dos mundos que jamás deberían cruzarse.

Creo que me iré dijo el desconocido, levantándose con una lentitud inapropiada para la escena. Se acercó a Víctor, lo miró no con superioridad sino con curiosidad, como a una pieza de museo, asintió y se dirigió al recibidor.

Víctor quedó inmóvil. Oía el crujido del chaquetón al cerrarse, el cierre de la puerta resonando en la casa.

Se quedaron solos en un silencio denso, roto solo por el tictac de un reloj. El aire olía a vino, a perfume masculino caro y a traición.

Inés se abrazó a sí misma, mirando a Víctor. Decía cosas como «no lo entiendes», «no es lo que piensas», «solo hablábamos», pero sus palabras llegaban como a través de un vidrio grueso: sin peso, sin impacto.

Víctor se acercó a la mesa, tomó la copa del desconocido y percibió un perfume ajeno. Observó la mancha roja en la bata de su mujer, las cáscaras de pistacho y la botella medio vacía.

No gritó. No alzó la voz. Solo sintió una repulsión total, física y moral, hacia todo: la casa, el sofá, la bata, el perfume, e incluso hacia sí mismo.

Devolvió la copa a su sitio, dio la vuelta y volvió al recibidor.

¿A dónde vas? tremó la voz de Inés, cargada de miedo.

Víctor se detuvo ante el espejo, miró su reflejo, a aquel hombre que apenas había existido minutos antes.

No quiero quedarme aquí murmuró con claridad. Mientras el aire no se limpie por completo.

Salió del piso y bajó las escaleras. Se sentó en la banca del portal frente a su edificio. Sacó el móvil y vio que la batería estaba agotada.

Se quedó mirando las ventanas de su apartamento, la luz cálida que tanto había apreciado. Esperó a que el olor a perfume ajeno, a mocasines y a la vida que antes había sido suya se disipara. No sabía qué vendría después, pero sabía que no volvería a aquel hogar, a esa versión de la realidad que había existido hasta las cuatro de la tarde.

El tiempo se alargó en la fría banca; cada segundo ardía con una claridad abrasadora. Vio la sombra de Inés pasar por la ventana, pero él no la siguió con la mirada.

Un rato después¿media hora? ¿una hora?la puerta del portal se abrió. Inés salió sin bata, con jeans y una sudadera, y bajo el brazo llevaba una manta.

Cruzó la calle despacio, se sentó junto a él, dejando un espacio de medio cuerpo entre ambos, y le tendió la manta.

Tómala, te calentarás.

No, gracias respondió sin mirarla.

Se llama Arturo dijo Inés en voz baja, señalando al hombre que había dejado la copa. Lo conocí hace tres meses; es el dueño de la cafetería que está al lado de mi gimnasio.

Víctor escuchó sin volver la cabeza. El nombre, el oficio, nada importaba. Era solo el decorado de lo esencial: su mundo se había desplomado no por una explosión, sino por un clic cotidiano.

No me estoy justificando tremó su voz. Pero tú el último año has estado ausente. Venías, cenabas, veías la tele y te ibas a dormir. Dejaste de verme. Y él él sí te vio.

¿Me vio? por primera vez en la noche, Víctor se volvió hacia ella, la voz áspera por el silencio. ¿Vio que bebías vino de mis copas? ¿Vio que esparcías las cáscaras de pistacho sobre mi mesa? ¿Eso es ver?

Inés apretó los labios, los ojos se llenaron de lágrimas que no dejó caer.

No pido perdón ni pretendo que todo desaparezca de golpe. Simplemente no supe cómo tocarte antes. Parece que al convertirme en un monstruo, vuelvo a ser la persona que tú mirabas.

Estoy aquí empezó Víctor con lentitud, escogiendo las palabras, y me repugna. Me repugna el perfume ajeno en nuestro hogar, sus mocasines, y sobre todo me repugna que pudieras hacerme esto.

Encogió los hombros. El frío y la inmovilidad le calaron la espalda.

No iré allí hoy dijo. No puedo volver al piso donde cada rincón recuerda este día respirar ese aire.

¿A dónde irás? el miedo en su voz era primitivo, de pérdida definitiva.

A un hotel. Necesito un sitio donde dormir.

Inés asintió.

¿Quieres que me vaya a casa de una amiga? ¿Te dejo solo en el piso?

Él negó con la cabeza.

Eso no cambiará lo que ocurrió dentro. Este hogar debe ventilarse, Inés. Quizá haya que venderlo.

Ella quedó boquiabierta, como tras un golpe. Ese piso había sido su sueño compartido, su fortaleza.

Víctor se levantó de la banca con pasos lentos y cansados.

Mañana no hablaremos. Pasado mañana tampoco. Necesitamos silencio, cada uno por su lado. Después veremos si aún queda algo que valga la pena decir.

Se giró y siguió su camino por la calle, sin mirar atrás. No sabía a dónde iba, ni si volvería. Solo sabía que la vida que había tenido hasta esa noche había terminado. Por primera vez en años, debía dar un paso hacia la incertidumbre, no como marido, no como parte de una pareja, sino como un hombre agotado y herido. Y, paradójicamente, esa herida le devolvía la sensación de estar vivo.

Caminó sin rumbo y la ciudad le resultó extraña. Las farolas proyectaban sombras afiladas sobre el pavimento, perfectas para perderse. Víctor entró en el primer hostal que encontró, no por ahorrar, sino por desaparecer en una habitación sin identidad, donde el olor a cloro y a vidas ajenas lo envolvía.

La habitación parecía una enfermería: paredes blancas, cama estrecha, silla de plástico. Se sentó al borde, y el silencio golpeó sus oídos. No hubo crujido de parquet, ni zumbido del frigorífico, ni el aliento de Inés detrás. Solo el ruido interior y el peso en el pecho.

Sacó el móvil, lo conectó al cargador que le ofreció la recepcionista. La pantalla se iluminó con notificaciones: colegas, chats de trabajo, publicidad. Una noche normal de un hombre corriente. Esa normalidad le resultó insoportable.

Mandó un SMS al jefe: «Me he enfermado. No iré durante unos días». No mintió; se sentía envenenado.

Se desnudó, tomó una ducha. El agua estaba casi hirviendo, pero él no percibía la temperatura. De pie, con la cabeza gacha, vio cómo la corriente arrastraba la mugre del día. Al mirar el espejo roto del baño, se encontró con un reflejo cansado, arrugado, ajeno. ¿Así es como Inés lo había visto hoy? ¿Así había sido él durante los últimos meses?

Se tiró en la cama, apagó la luz. La oscuridad no le dio paz. En su mente pasaban imágenes como diapositivas malditas: el chaquetón en el perchero, la mancha de vino en la bata, los mocasines sin calcetines, y la frase más amarga: «Has dejado de verme».

Se retorció buscando una posición cómoda, pero no la había. Todo era incómodo y fuera de lugar. Una idea se coló en su oído, la rechazó al principio, pero volvió una y otra vez como un insecto molesto: ¿y si él, con su distancia y su pereza emocional, lo hubiera empujado a buscar consuelo en los brazos de aquel hombre con mocasines? No excusaba a Inés, ni le quitaba la culpa, pero empezaba a entender.

Inés no dormía. Deambulaba por el piso como un fantasma, con los brazos cruzados detrás. Se detuvo frente al sofá. La mancha de vino en la bata se había oscurecido, convirtiéndose en una huella fea. La arrugó y la tiró al cubo de la basura.

Luego se acercó a la mesa, tomó la copa que Arturo había dejado y, con una mirada larga, la llevó a la cocina y la estrelló contra el fregadero. El cristal se hizo añicos con un sonido estruendoso. Al menos algo había aliviado su carga.

Recogió los restos del otro, tiró los pistachos, vertió el vino sobrante, limpió la mesa, deseó los fragmentos. Pero el perfume del hombre seguía impregnado en las cortinas, el tapizado, en el aire. El olor era omnipresente, como la vergüenza y una extraña sensación de liberación. La mentira había tomado forma de verdad; el dolor, de materia tangible.

Se sentó en el suelo del salón, abrazó las rodillas y, por fin, permitió que las lágrimas fluyeran sin sollozos. Salían solas, saladas y amargas. Lloraba no solo por el daño que había causado a Víctor, sino por el colapso de la ilusión que ambos habían construido años tras años: la ilusión de un matrimonio feliz.

Sabía con certeza que ella era culpable. Que él no le había prestado la atención que necesitaba, que su falta de ternura había sido parte del problema, pero la culpa última era suya.

A la mañana siguiente Víctor despertó hecho pedazos. Pidió un café en la cafetería de la esquina y se sentó junto a la ventana, mirando la ciudad que desperezaba. Su móvil vibró. Era Inés.

No llames, solo escribe si estás bien decía el mensaje, simple, humano, sin gritos ni exigencias, solo una preocupación que él había dejado de notar.

Él no respondió, recordando la promesa de guardar silencio. Pero, por primera vez en esas horas, la ira y la repulsión dieron paso a una pequeña chispa de curiosidad, vaga y sin esperanza. No era esperanza, sino deseo de entender.

¿Qué pasaría si, tras todo este horror y todo este dolor, pudieran volver a mirarse como nunca antes? No como enemigos, sino como dos personas exhaustas y solitarias que una vez se amaron y quizá se habían perdido en el camino.

Terminó su café, dejó la taza sobre la mesa. Los próximos días serían de silencio, y luego de conversación. Pensó que quizá el miedo no estaba en la charla, sino en que nada cambiaría.

P.D. Ya no creían en cuentos de hadas. Su amor no era perfecto; estaba herido y agotado. Pero en el instante en que todo se derrumbó, vieron en los fragmentos no solo odio, sino una oportunidad. La oportunidad de reconstruirse, no como fueron, sino como podrían llegar a ser. Porque el amor más fuerte no es el que nunca cae, sino el que encuentra la fuerza para levantarse del polvo.

Rate article
MagistrUm
Redescubriendo nuestro vínculo juntos