**Devolverlo a cualquier precio**
El padre joven llamó a su hija Nieves porque nació en un día de invierno, cuando caían copos grandes de nieve.
—Tan ligeros y blancos como mi niña —pensaba Arturo mientras iba al hospital donde su mujer, Elena, acababa de dar a luz. Sabía que su vida cambiaría, con más responsabilidades.
A Elena le encantó el nombre. Su hija, de tez clara y ojos grises, creció rodeada de cariño. Sus padres la adoraban, y su padre siempre la llamaba «Copito». Aunque la vecina de enfrente, la abuela Carmen, seguía diciéndole:
—Eres todavía una chiquitina.
—¡Ya no soy pequeña! —protestaba Nieves, mientras la anciana sonreía sin discutir.
Una noche, la niña no podía dormir. Acostada en silencio, escuchaba a sus padres hablar. Le gustaba oír sus conversaciones, pues siempre descubría algo interesante. No era su intención espiar, pero el sueño tardaba en llegar.
Hablaban del embarazo. Todos sabían que pronto llegaría un niño. Nieves ya había elegido nombre: Juancito, como un compañero del jardín al que las maestras elogiaban.
Su padre parecía preocupado.
—He oído que con la cesárea, a veces los niños tardan más en desarrollarse. Y tú tendrás que ir al hospital antes… ¿Quién cuidará de Nieves?
—No hablemos de eso todavía —contestó Elena.
Nieves no entendía bien lo de la cesárea, pero el sueño la venció.
Otra noche, oyó a sus padres hablar de su cumpleaños.
—Podríamos regalarle unos pendientes de oro —sugirió Elena.
—¿No será demasiado pronto para algo tan caro? —dudó Arturo.
—No, pronto será hermana mayor y debe sentirse importante. Ya encontré unos pequeños.
Nieves, contenta, se durmió rápido. Los días hasta su cumpleaños pasaron lentamente, pero la noche anterior apenas pudo esperar.
Al día siguiente, su madre, con una mano en el vientre, le entregó una cajita azul.
—Feliz cumpleaños, Copito —dijo Arturo, sonriendo.
Ella abrió el regalo y rió feliz, pero su madre de repente se agarró el vientre.
—Arturo, ve a por el coche. Hay que ir al hospital. Deja a Nieves con la abuela Carmen.
La niña se sintió triste. ¡Era su día! No quería ir a casa de la vecina. Pero al oscurecer, la abuela insistió:
—No puedo seguir yendo de un lado a otro. Ven a dormir aquí. Tu padre te recogerá después.
Arturo volvió al día siguiente, demacrado y con lágrimas en los ojos.
—¿Qué pasó con Elena? —gritó la abuela Carmen.
Él asintió, incapaz de hablar.
—Papá, ¿dónde está Juancito?
—Se fue con tu madre —susurró.
Esa noche, Arturo, que nunca le permitía dormir en su cama, la acogió junto a él. La arropó en el lugar de su madre. Antes, cuando trabajaba de noche, Elena dejaba que Nieves durmiera con ella.
La niña apenas recordó el entierro. Primero fueron al hospital, donde su padre le dijo que jugara en la plaza. Después vio a su madre, pálida y quieta, sin Juancito.
Más tarde, al tocarse las orejas, notó que faltaba un pendiente. Lloró desconsolada. ¡Era el regalo de su madre!
Pasaron tres meses. Arturo vivía angustiado. No le había contado a nadie que había renunciado a su hijo. El bebé estaba vivo, pero él no podía criarlo solo.
La directora del hospital intentó disuadirlo.
—¿Está seguro? Puede contratar ayuda o buscar a familiares.
—No tengo a nadie. Debo trabajar y cuidar a Nieves.
—Lamentará esta decisión. Y no podrá obtener información después. ¿Cómo iba a llamarlo?
—Juancito, como quería mi hija.
Con el tiempo, el tormento creció. Arturo intentó volver al hospital, pero no le dieron datos.
Al salir, una enfermera lo detuvo.
—Sé algo de su hijo.
Él la miró esperanzado.
—Esa misma noche, otra mujer perdió a su bebé. Cuando despertó, le dieron al suyo.
—¿Sabe cómo se llama?
—No, pero recuerdo su nombre: Nieves.
Arturo le dio unas monedas y se alejó, perdido en sus pensamientos. Al pasar por una joyería, recordó a su hija.
—Debo comprarle un collar. Lleva el pendiente colgado del cuello, no quiere soltarlo.
Dentro, una joven intentaba empeñar un pendiente.
—Lo encontré. No es mío, pero necesito el dinero.
El empleado leyó su nombre: *Nieves Serrano*.
Arturo sintió un escalofrío.
—Disculpe, mi hija perdió un pendiente igual. ¿Me lo vendería?
Ella lo miró sorprendida.
—Lo encontré cerca del hospital.
—Le pagaré lo que pida.
Al salir, él le dio más dinero del necesario.
—Gracias. Debo volver, dejé a Juancito con mi compañera.
—¿Juancito?
—Tiene tres meses. En el hospital me dijeron que parecía un osito, por eso le puse así.
—¿Dónde vive?
—En una residencia. Mi padre es estricto, quizá nos eche.
Arturo lo entendió todo.
—Nieves, yo también tengo una hija así llamada. Vivimos solos. Pueden quedarse con nosotros.
Ella aceptó, aunque no supo explicar por qué. Recogieron a Juancito y le devolvieron el pendiente a la niña, que saltaba de alegría.
Pronto, una prueba confirmó que Juancito era su hijo. Un año después, Arturo y Nieves se casaron.
—Ahora tengo dos Copitos en casa —decía él, sonriendo.
La niña creía que su madre, desde el cielo, les había enviado a Nieves y a Juancito.
El día que empezó primaria, sus padres y su hermano la acompañaron. Llevaba un ramo grande y coletas con lazos.
Arturo adoraba a Juancito, que ya caminaba y lo recibía sonriente. Todos eran felices.