Recuperar a toda costa

**Volver a Cualquier Precio**

El joven padre llamó a su hija Nieves porque nació en un día de invierno, con grandes copos de nieve cayendo suavemente.

“Tan ligeros y esponjosos como mi niña”, pensaba Arturo mientras conducía al hospital donde su esposa, Alba, acababa de dar a luz. Sabía que las responsabilidades aumentarían, pero su corazón estaba lleno de alegría.

A Alba le encantó el nombre, y la pequeña Nieves, de ojos grises y tez clara, creció rodeada de amor. Sus padres la adoraban, especialmente su padre, quien solía llamarla “Copito”.

Con casi seis años, Nieves ya se sentía mayor, aunque la vecina, la abuela Carmen, que vivía frente a su piso, seguía llamándola “pequeña”.

“Ya no soy pequeña, soy grande”, respondía Nieves, y la anciana solo sonreía y asentía.

Una noche, la niña no podía dormir. Acostada en silencio, escuchaba la conversación de sus padres. No era la primera vez que oía algo interesante sin querer.

Hablaban del embarazo de Alba. Todos en la familia sabían que pronto nacería un niño. Nieves incluso había elegido un nombre para su hermanito: Lucas, como el niño bueno de su guardería.

Pero esa noche, escuchó palabras que no entendía: “cesárea”, “retraso”. Su padre, preocupado, preguntó:

“¿Quién cuidará de Nieves si tienes que ir antes al hospital?”.

“Arturo, es pronto para preocuparse”, respondió Alba.

La niña se durmió antes de entender más.

Días después, escuchó otra conversación: sus padres planeaban regalarle unos pendientes de oro para su cumpleaños.

“No sé si es demasiado para una niña”, dudó su padre.

“Pronto será hermana mayor, merece sentirse especial”, insistió Alba.

Nieves, emocionada, se durmió feliz.

El gran día llegó. Su madre, sosteniendo su vientre, le entregó una cajita azul.

“Feliz cumpleaños, mi vida”.

Su padre sonreía a su lado.

“¡Feliz cumpleaños, Copito!”.

Pero entonces, Alba se agarró el vientre con dolor.

“Arturo, ve a por el coche. Llévame al hospital. Deja a Nieves con la abuela Carmen”.

A la niña le dolió: era su día especial y tendría que pasar la noche en casa de la vecina.

Al día siguiente, su padre regresó demacrado, con los ojos llenos de lágrimas.

“¿Qué pasa con Alba?”, preguntó la abuela Carmen.

Arturo solo asintió.

“Papá, ¿dónde está Lucas?”.

“Se fue con mamá”, susurró.

Esa noche, por primera vez, su padre la dejó dormir en su cama. La arropó donde solía estar Alba, recordando cómo su esposa siempre la acogía cuando él trabajaba de noche.

Nieves apenas recordó el entierro. Solo vio a su madre pálida, sin su hermanito.

A los meses, descubrió que había perdido un pendiente. Lloró desconsolada: era el último regalo de su madre.

Arturo no soportaba el remordimiento. Había rechazado a su hijo en el hospital. La directora intentó disuadirle:

“¿Está seguro? Podría contratar ayuda”.

“Tengo que cuidar a mi hija. No puedo solo”.

“Luego será tarde. ¿Cómo iba a llamarle?”.

“Lucas. Así lo quería Nieves”.

Tiempo después, intentó recuperar información, pero la directora se negó.

Al salir, una enfermera lo alcanzó:

“Su hijo fue dado a otra mujer. Se llamaba Nieves, como su hija”.

Con el corazón acelerado, entró en una joyería. Mientras miraba cadenas, escuchó a una joven en el mostrador de empeños:

“Quiero empeñar este pendiente. Lo encontré”.

El nombre la delató: Nieves. Y en su mano, el pendiente perdido.

“Disculpe, mi hija perdió uno igual. ¿Me lo vendería?”.

La mujer, joven y nerviosa, explicó:

“Lo encontré cerca del hospital. Necesito el dinero”.

Arturo le pagó generosamente.

“Vivo cerca. Mi Lucas tiene tres meses. Me aconsejaron llamarle así en el hospital”.

“¿Lucas?”, repitió Arturo.

Las piezas encajaron.

“Nieves, ofrezco una habitación en mi casa. Vivimos mi hija y yo. No pagues nada”.

Ella aceptó, sin entender por qué.

Al llegar, Nieves recuperó su pendiente y conoció a Lucas. Pruebas confirmaron que era su hermano. Un año después, Arturo y Nieves se casaron.

“Ahora tengo dos Copitos”, decía él, feliz.

La niña creía que su madre, desde el cielo, les había enviado a Nieves y a Lucas.

El primer día de colegio, caminó orgullosa con su familia, flores en mano, trenzas con lazos enormes.

Arturo adoraba a su hijo, que ya daba sus primeros pasos.

Todos eran felices.

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