Hace unos años, cuando estudiaba en la universidad, mis vecinos eran tres chicos de mi edad. Con el tiempo, nos volvimos muy amigos. Un día, la hermana de uno de ellos, llamada Lucía, decidió jugar a la ouija con unas amigas y, según contaron, invocaron a un niño al que, para esta historia, llamaremos Javier.
El niño les explicó que iba camino al cielo, pero al escuchar su llamada, prefirió quedarse. Intentaron convencerlo en varias ocasiones de que siguiera su camino, pero él siempre se negaba. Al principio, solo escuchábamos los relatos de Lucía y sus amigas sobre sus supuestas experiencias con Javier.
Nadie más había visto u oído nada, así que nos costaba creerlas. Sin embargo, mis amigos tenían una costumbre peculiar. Cada vez que llegaba un invitado, le pedían a Javier que no lo asustara. Prometían que, cuando la visita se fuera, jugarían con él. Era como un pequeño ritual que repetían sin falta.
Una tarde, estábamos los cuatro charlando en el salón, sería alrededor de las cinco, cuando una pelota empezó a rodar lentamente por el pasillo hasta detenerse frente a los pies de uno de ellos. Yo lo vi, pero fingí no darme cuenta. Preferí pensar que sería una corriente de aire o, al menos, eso me convencí para no asustarme. Mi amigo recogió la pelota con una sonrisa y la lanzó con suavidad de vuelta al pasillo.
Pasaron unos veinte minutos, y la pelota volvió a rodar… otra vez, hasta sus pies. Esta vez yo había estado mirando el pasillo fijamente, queriendo asegurarme de que no hubiera nadie tirándola.