**Diario, 12 de octubre**
Hace años, cuando estudiaba en la universidad, compartía piso con tres compañeros de clase. Con el tiempo, nos volvimos inseparables. Una noche, la hermana menor de uno de ellos, Lucía, decidió jugar a la ouija con sus amigas. Según contaron, invocaron a un espíritu al que, por respeto, llamaremos Javier.
Les explicó que iba camino al cielo, pero al oír sus voces, prefirió quedarse. Intentaron persuadirlo para que siguiera su viaje, pero él se negaba. Al principio, solo eran relatos de Lucía y sus amigas, cosas que decían sentir o escuchar. Ninguno de nosotros había presenciado nada, así que dudábamos. Sin embargo, mis amigos tenían una manía peculiar: cada vez que entraba alguien en la casa, le pedían a Javier que no asustara al invitado. Le prometían que luego jugarían con él, como un trato tácito.
Una tarde, estábamos charlando en el salón, sobre las cinco, cuando de pronto una pelota de tenis apareció rodando por el pasillo hasta detenerse frente a los pies de Álvaro. Lo vi, pero fingí no darme cuenta. “Será una corriente de aire”, pensé, aunque el corazón me latía más rápido. Álvaro, sonriendo, recogió la pelota y la lanzó de vuelta con cuidado.
Pasaron unos veinte minutos, y la pelota volvió, deslizándose de nuevo hacia Álvaro. Esta vez había vigilado el pasillo, atento a cualquier movimiento. No había nadie… ni una brisa. Solo el silencio y ese cosquilleo en la nuca. Desde entonces, aprendí que hay cosas que, aunque no las entendamos, merecen respeto. A veces, el mundo es más grande de lo que nuestros ojos pueden ver.