Recordando el amor que siento

**Recordé que amo**

¡Vaya sorpresa! Mi relación con mi marido resucitó… después de la reforma. Creía que ya habíamos olvidado cómo sentir. Dieciséis años de matrimonio son, ya sabes, como un jersey viejo: cómodo, familiar, pero que ya no abriga.

Javier y yo llevábamos años en una rutina predecible: trabajo, cena, alguna charla fugaz antes de dormir. No discutíamos, no nos reprochábamos nada… solo coexistíamos. Tranquilos, casi como hermanos. Sin chispazos, sin pasiones desbordadas. A veces me imaginaba que éramos como dos árboles creciendo juntos: las raíces entrelazadas, pero las copas mirando en direcciones opuestas.

Hasta que llegó la reforma.

No fue algo planeado. El pequeño Adrián se fue por primera vez a un campamento de verano en la costa. ¡Dos semanas enteras! “¡Mamá, ya soy mayor!”, anunció orgulloso nuestro hijo de doce años mientras metía sus zapatillas con luces en la maleta. Javier y yo lo despedimos en el andén, agitando las manos mientras el tren se alejaba. Al volver a un piso vacío, entendimos que ahora solo estábamos nosotros, y esas paredes que recordaban a dos personas muy distintas.

Para no volvernos locos, nos mudamos a un piso de alquiler diminuto, mientras en nuestra casa se instalaban desconocidos: ruidosos, oliendo a pintura y a esfuerzo. Entre ellos estaba Sergio.

Alto, manos ásperas, mirada fría. Me recordaba al Javier de joven: el tono de voz, esa costumbre de entornar los ojos al pensar. Pero si Javier me hablaba con suavidad, incluso enfadado, Sergio le gritaba a su mujer por teléfono hasta dar vergüenza ajena.

Nunca había escuchado a un hombre hablar así a la madre de sus dos hijos. Entre dientes, con desprecio, como si le debiera algo. Y luego descubrí que, además, tenía una amante.

Una tarde, volví a buscar unos planos olvidados y lo pillé en el salón con una chica joven. Ella reía con estridencia mientras él contaba un chiste verde. Luego la agarró por la cintura y la empujó contra la pared sin pintar.

Entonces, de repente, sentí miedo.

No por ella. Por mí.

¿Y si Javier tenía también por ahí alguna tontorrona que celebraba su atención como si fuera un premio? ¿Y si llevaba años viviendo una doble vida, y yo era la última en enterarme?

Esa noche, en la cena, escudriñé su rostro. Busqué esa misma indiferencia, ese cansancio, esas ganas de huir. Pero él, de pronto, preguntó:

—¿Y tú, no estás agotada con este jaleo?

Mientras, los obreros arrancaban el viejo papel pintado de nuestro piso de los setenta, y bajo las capas aparecían rastros de nuestros primeros años. Ahí, una mancha rosada difuminada. Éramos Javier y yo, borrachos de cava, celebrando nuestra nueva casa. Él me levantó en brazos, yo grité, la botella se resbaló… y media bebida fue a parar a la pared.

Más allá, los agujeros de los clavos: huellas de aquella estantería que Javier montó todo un fin de semana mientras yo visitaba a mis padres. “¡No entres!”, gritaba tras la puerta, mientras yo me reía y pataleaba de impaciencia. La estantería quedó torcida, pero aguantó diez años.

Tres días después, fuimos a elegir papel pintado.

Javier, que siempre me dejaba decidir todo, de pronto se animó. Comparaba tonos con esmero, preguntaba: “¿Cuál te gusta más?”. No tenía prisa, no escatimaba. Estaba eligiendo. Para nosotros. Para nuestra casa. Tocaba las muestras, murmuraba:

—¿Crees que este tono perla brillará con la luz de la lámpara?

Al llegar a los papeles para el dormitorio, señaló uno azul pálido con un sutil dibujo plateado.

—Como en aquel hotel en Denia —murmuró.

Casi me caigo redonda: en nuestro primer viaje juntos, antes de casarnos, pasamos la noche en el balcón, escuchando el mar. Las paredes eran exactamente de ese color.

Luego, en la tienda de muebles, insistió en un sillón con respaldo alto y curvado:

—Para que puedas leer con buena luz.

—¿Cómo sabes que lo necesito? —pregunté.

—Llevo dieciséis años viviendo contigo —sonrió—. Algo habré aprendido.

No había irritación en su voz, solo esa ternura cálida y callada. La de los primeros años. Y entonces lo entendí: todavía me amaba. Solo que el sentimiento se había perdido entre lavadoras, rutinas y días que se repetían.

Pero seguía ahí.

—Vamos a empapelar el dormitorio nosotros solos —propuso Javier cuando la reforma ya acababa.

Me quedé helada.

—Pero si odias empapelar…

—Lo odiaba —se rió—. Pero por nuestro primer piso lo aguanté, ¿recuerdas?

Sí. Bajo capas de rutina, bajo el peso de los años, seguía vivo aquel chico que cruzaba media ciudad para llevarme café en un termo. Solo que habíamos olvidado dónde nos habíamos escondido el uno al otro.

Y ahora estamos en medio del dormitorio, y Javier, como hace años, vuelve a confundir el arriba y el abajo del papel:

—Maldita sea —refunfuña—, ¿por qué coño son iguales por los dos lados?

Me río y le paso otra tira. Fuera llueve en pleno julio, pero en mi cabeza resuenan recuerdos: pintando las paredes de nuestro primer piso, cuando Javier apoyó sin querer la mano en la pintura fresca… o cuando, hace siglos, me reformó a escondidas mi habitación de soltera en casa de mis padres.

—Hay que terminar antes del 25 —digo—. Adrián vuelve.

Javier asiente y, de pronto, me coge la mano manchada de cola.

—¿Te acuerdas cuando empapelamos su clase en el cole?

Cómo olvidarlo. Los padres responsables de un niño de primaria que se ofrecieron a empapelar. Las paredes estaban pintadas, y no sabíamos que había que lijarlas primero. A la mañana siguiente, todas las tiras se despegaron, burlándose de nuestro esfuerzo. Tuvimos que raspar la pintura a toda prisa y volver a empezar.

—Menudo desastre hicimos —sonrío, extendiendo la cola.

Javier resopla:

—Tú juraste que nunca más…

—… y aquí estamos —termino yo.

Sus manos, más rugosas ahora, alisan cada centímetro con cuidado. Los dedos recuerdan el movimiento, aunque hayan pasado años.

—Esta vez que no se despeguen —murmura, y los dos nos estremecemos al mismo tiempo, recordando aquel aula maldita.

—Ahora ya somos expertos —bromeo.

Cuando ajusta la última esquina, comprendo: no estamos solo reformando la casa. Estamos preparándola para el regreso de nuestro hijo, que ya no es tan niño. Y preparándonos nosotros para volver a ser dos, pero distintos.

Fuera es verano, en algún lugar un tren trae de vuelta a nuestro chiquillo, y nosotros estamos aquí, entre botes de pintura y recuerdos, reaprendiendo a ser simplemente marido y mujer.

Pero este papel pintado es nuevo. Como nosotros. Se agarra fuerte, igual que nuestro amor imperfecto, probado por los años, que a veces se escondía bajo capas de rutina y otras volvía a asomar, como esas manchas en las paredes que son testigos de nuestra historia.

Ahora esperamos que termine la reforma. Para empezar de nuevo.

Entre paredes nuevas. Con el mismo amor de siempre.

Quizá una reforma es como la vida: al principio parece que todo se derrumba, pero luego, poco a poco, lo reconstruyes. Y bajo el yesY mientras el último resto de polvo se asienta, me doy cuenta de que, después de todo, no hubo que cambiar las paredes para redescubrir lo que siempre estuvo ahí.

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