Hoy recordé lo que es amar.
Qué curioso, mi relación con mi marido ha vuelto a florecer… después de una reforma en casa. Creía que ya no éramos capaces de sentir. Dieciséis años de matrimonio, ya sabes. Es como un jersey viejo: cómodo, familiar, pero que ya no abriga.
Javier y yo llevábamos años sumidos en una rutina predecible: trabajo, cena, charlas breves antes de dormir. No discutíamos, no había reproches, solo vivíamos. Tranquilos, casi como hermanos. Sin chispas, sin pasiones locas. A veces pensaba que éramos como dos árboles creciendo juntos: las raíces entrelazadas, pero las copas mirando en direcciones opuestas.
Hasta que empezamos a reformar la casa.
No fue una decisión cualquiera. Lucas, nuestro hijo de doce años, se fue por primera vez a un campamento de verano en la costa. «¡Mamá, ya soy mayor!», dijo orgulloso mientras metía en la maleta sus zapatillas con luces. Javier y yo lo despedimos en la estación, agitando las manos mientras el tren se alejaba. Al volver al piso vacío, comprendimos: solo estábamos nosotros, y esas paredes que recordaban cómo éramos antes.
Para acelerar la reforma, nos mudamos a una pequeña vivienda alquilada, mientras en nuestro hogar entraban extraños: ruidosos, oliendo a pintura y sudor. Entre ellos estaba Sergio.
Alto, manos ásperas y mirada fría. Me recordaba a Javier de joven: el timbre de voz, la costumbre de entrecerrar los ojos al pensar. Pero mientras mi marido siempre me habló con suavidad, incluso en los peores momentos, Sergio le gritaba por teléfono a su esposa de una forma que daba vergüenza escuchar.
Nunca había oído a un hombre hablar así a la mujer que le dio dos hijos. Con rabia, como si le debiera algo. Luego descubrí que también tenía una amante.
Un día, al recoger unos planos olvidados, lo pillé en el salón con una chica joven. Ella reía a carcajadas con un chiste vulgar de él. Luego la agarró por la cintura y la empujó contra la pared, aún sin pintar.
Y entonces, de repente, sentí miedo.
No por ella, sino por mí.
¿Y si Javier tenía también una tontita así, emocionada por su atención como si fuera un premio? ¿Y si él llevaba años viviendo una doble vida, y yo era la última en enterarme?
Esa noche, lo observé detenidamente durante la cena. Busqué en sus ojos indiferencia, cansancio, ganas de huir. Pero él, de pronto, preguntó:
—¿Cómo vas? ¿No estás demasiado cansada con todo este jaleo?
Mientras tanto, los obreros habían arrancado el viejo papel pintado de nuestro piso, y bajo las capas aparecieron huellas de nuestros primeros años. Aquella mancha rosada, por ejemplo. Fue cuando celebramos nuestra primera Nochevieja en casa, borrachos de cava. Javier me levantó en brazos, yo grité, la botella resbaló… y la mitad acabó en la pared.
Y esos agujeros de los clavos. Rastros de la estantería que Javier montó un fin de semana mientras yo visitaba a mis padres. «¡No entres!», me gritaba desde dentro, mientras yo reía y pataleaba de impaciencia. La estantería quedó torcida, pero aguantó diez años.
… Tres días después, fuimos a elegir papel pintado.
Javier, que siempre me dejaba tomar las decisiones, de pronto revivió. Comparaba tonales, preguntaba: «¿Cuál te gusta más?». No tenía prisa, no miraba el precio; estaba eligiendo. Para nosotros. Para nuestro hogar. Tocaba las muestras, murmuraba:
—¿Crees que este reflejo perlado se verá bien con la luz de la lámpara?
Al llegar a los rollos para el dormitorio, se inclinó hacia unos azules claros con un delicado dibujo plateado.
—Como en aquel hotel en Mallorca —murmuró.
Casi me desmayo: en nuestro primer viaje juntos, antes de casarnos, pasamos la noche en la terraza escuchando el mar. Las paredes eran del mismo color.
Luego, en la tienda de muebles, insistió en un sillón alto para leer.
—¿Cómo sabes que me hace falta esto? —pregunté.
—Llevo dieciséis años viviendo contigo —sonrió—. Algo habré aprendido.
No había irritación en su voz, solo ternura. La misma de nuestros primeros años. Y entonces lo entendí: todavía me ama. Solo que ese sentimiento se había perdido entre la rutina, entre los días repetidos.
Pero seguía ahí.
—Vamos a empapelar el dormitorio nosotros —propuso Javier cuando la reforma estaba casi terminada.
Me quedé helada.
—Pero si odias empapelar…
—Lo odiaba —se rio—. Pero para nuestro primer piso lo soporté, ¿recuerdas?
Sí, bajo el peso de los años, bajo la costumbre, seguía vivo aquel chico que me traía café en un termo desde la otra punta de la ciudad. Solo que habíamos olvidado dónde nos habíamos escondido el uno al otro.
… Y ahora estamos en el dormitorio, y Javier, como hace años, confunde el lado del papel pintado.
—Maldita sea —murmura—, ¿por qué siempre parecen igual por ambos lados?
Me río y le paso otra tira. Fuera llueve, pero en mi cabeza hay recuerdos: pintando las paredes de nuestro primer piso y Javier dejando una mano marcada en la pintura fresca. En casa de mis padres, redecorando mi habitación cuando aún vivía en la residencia.
—Hay que terminar antes del 25 —digo—. Lucas vuelve.
Javier asiente y, de pronto, toma mi mano, manchada de pegamento.
—¿Te acuerdas cuando le empapelamos la clase en el cole?
Cómo olvidarlo. Los padres responsables de un niño de primaria que se ofrecieron voluntarios. Las paredes estaban pintadas, y no sabíamos que había que lijarlas primero. Al día siguiente, todo el papel se despegó. Tuvimos que raspar la pintura a toda prisa y volver a empezar.
—Menudo fiasco —sonrío, untando pegamento en el revés.
Javier resopla:
—Dijiste que no lo harías nunca más…
—… y mira ahora —termino la frase.
Sus manos, más rugosas con los años, alisan cada centímetro con cuidado. Aún recuerdan el gesto, aunque haya pasado tanto tiempo.
—Que no se despegue —murmura, y los dos nos estremecemos al mismo tiempo al recordar aquella aula.
—Esta vez tenemos experiencia —bromeo.
Javier ajusta la última esquina, y de pronto lo entiendo: no estamos arreglando una casa. Estamos preparándola para el regreso de nuestro hijo, que ya crece. Y preparándonos nosotros para una nueva vida juntos, siendo los mismos, pero distintos.
Fuera sigue el verano, en algún lugar un tren acerca a nuestro niño a casa, y aquí estamos, entre botes de pintura y recuerdos, reaprendiendo a ser simplemente marido y mujer.
Pero este papel pintado es diferente. Como nosotros. Aguanta firme, como nuestro amor imperfecto, curtido por los años, que a veces se escondía bajo capas de rutina y otras reaparecía, como esas manchas en las paredes: testigos de nuestra historia.
Ahora esperamos que termine la reforma. Esperamos para empezar de nuevo.
Entre paredes nuevas. Con el mismo amor de siempre.
Quizás reformar una casa es como la vida: al principio parece que todo se derrumba, pero luego, poco a poco, lo vuelves a construir. Y bajo el yeso, siguen viviendo esas dos personas que un día creyeron que podrían con todo.
Ahora sé que es cierto lo que dice aquella canción:
Todo pasa, y el dolor, y la gloria.
Todo pasa, es la ley de vivir.
Pero hay algo que nunca se olvida:
Que el amor noY mientras terminamos de limpiar los últimos restos de pegamento, me doy cuenta de que el amor, como una reforma bien hecha, no necesita ser perfecto para ser fuerte y duradero.