Querido diario,
Hoy me he sentado en una terraza del Café de la Plaza de la Cebada, con mi pequeña Lola a mi lado, mientras ella revolvía con una cucharilla diminuta el café tibio que descansaba en una tacita de porcelana casi transparente. Frente a ella había una copa de helado que jamás tocó; dentro la había una obra de arte: bolas de colores cubiertas por una hoja de menta y una cereza, todo bañado en chocolate. Cualquier niña de seis años se habría lanzado sobre esa delicia, pero Lola, que desde el viernes pasado había decidido hablar serio conmigo, permanecía impávida.
Yo guardé silencio durante un largo rato y, al fin, le pregunté:
¿Qué vamos a hacer, hija? ¿No volveremos a vernos? ¿Cómo viviré sin ti?
Lola, con su nariz chiquita que heredó de su madre, frunció el ceño y respondió tras meditar:
No, papá. Yo tampoco podré estar sin ti. Hagamos lo siguiente: llama a mamá y dile que cada viernes la recojas del cole. Salgamos a pasear; si te apetece un café o un helado (Lola señala su copa), podemos quedarnos en la terraza. Yo te contaré todo lo que ocurre entre mamá y yo.
Luego, tras una pausa, añadió:
Si quieres saber cómo está mamá, la grabaré con el móvil cada semana y te mandaré fotos. ¿Te parece?
Yo la miré, sonreí levemente y asentí:
De acuerdo, así será, hija.
Lola exhaló aliviada y se lanzó a su helado, pero no había terminado su discurso. Cuando los confites de colores se posaron sobre su nariz, los lamió, volvió a ponerse seria, casi de adulta, y dijo:
Papá, creo que deberías casarte
Y, con generosidad, añadió:
Aún no eres tan viejo
Yo, con una sonrisa irónica, respondí:
Tú también dirías no tan viejo
Lola, entusiasmada, siguió:
Mira, el tío Sergio, que ya ha venido dos veces a casa de mamá, está ya calvo (se señaló la frente y se acomodó los rizos). Después, al verme serio, puso las manos en los labios y abrió los ojos como si temiera que se descubriera un secreto familiar.
Yo, alzando la voz, pregunté a los presentes:
¿Qué tío Sergio es ese que se aparece? ¿Será el jefe de mamá?
Lola, temblorosa, respondió:
No lo sé quizá sea el jefe. Nos trae caramelos y pastel. Y (pensó si debía contarle a papá también las flores que le lleva a mamá).
Yo crucé los dedos sobre la mesa, observé mis manos y comprendí que, en ese instante, estaba tomando una decisión crucial. Lola, perceptiva, no apuraba mi conclusión; sabía que los hombres a veces son torpes y necesitan el empujón de una mujer, y quién mejor que una de las personas más queridas para ello.
Tras un largo silencio, respiré hondo, deshice el nudo de mis dedos y hablé:
Vámonos, hija. Ya es tarde, te llevo a casa y aprovecho para hablar con mamá.
Lola no preguntó de qué trataba la conversación, pero entendió que era importante, volvió a su helado y, al terminar, lanzó la cuchara sobre la mesa, se levantó con un gesto decidido, se limpió los labios con el dorso de la mano y, mirándome fijamente, dijo:
Estoy lista. Vamos
Salimos corriendo, yo llevando a Lola de la mano como si fuera la enseña de un caballero que avanza a la carga. Al entrar al portal del edificio, el ascensor cerró sus puertas lentamente, dejando fuera a algún vecino que subía. Lola, mirando de arriba abajo, preguntó:
¿Qué esperamos? ¡Somos el séptimo piso!
Yo la levanté en brazos y corrí escaleras arriba. Cuando mi madre, María, abrió la puerta, le lancé al instante:
¡No puedes actuar así! ¿Qué tiene que ver Sergio? Yo te quiero, y tú eres mi hija
Sin soltar a Lola, la abracé también a ella, y ella, con los ojos entrecerrados, abrazó a ambos al cuello, como si el cariño adulto se expresara en un beso.
Al cerrar el día, reflexiono: a veces, la única forma de reparar los huecos que dejan los ausentes es tender puentes con palabras sencillas y gestos firmes. He aprendido que la comunicación honesta, aun cuando duele, es el camino para que una familia vuelva a respirar tranquila.
Lección aprendida: no se debe permitir que el silencio construya muros; mejor romperlos con conversación y cariño.







