Hace poco, después de cuidar sin descanso a mis nietos, mi hija me dijo que era una mala abuela, que no los quería.
Cuando por fin me jubilé, me invadió una mezcla de sentimientos. Por un lado, la alegría de terminar mi vida laboral; por otro, el miedo a lo desconocido. Los años de trabajo quedaron atrás, y frente a mí se abría un vacío que tenía que llenar.
Los madrugones, las prisas por llegar a la oficina, los encargos urgentes… todo desapareció de golpe. Al principio me sentí perdida: ¿qué hacer ahora? ¿Cómo organizar mis días?
Las primeras semanas me ocupé en tareas domésticas: limpiar, cocinar, deshacerme de cosas viejas. Pero pronto entendí que el orden obsesivo no era lo que soñaba al pensar en mi jubilación.
Una voz dentro de mí repetía: *«Tienes que ser útil, no puedes estar sin hacer nada»*. Sin embargo, poco a poco asumí que, ahora, tenía derecho a descansar, a cuidarme, sin pedir perdón por ello.
Empecé a buscar actividades que me llenaran. Lo primero fue retomar mi amor por la lectura. De joven devoraba libros, pero con el trabajo no había tiempo. En las estanterías se acumulaban obras sin abrir.
Ahora podía sumergirme en ellas, saboreando cada página, sin mirar el reloj. Era un placer inmenso: leer despacio, con una taza de té, arropada en mi sillón favorito.
Después, me di cuenta de que debía ocuparme de mi salud. Los años de estrés habían pasado factura: dolores en las articulaciones, presión alta. Al principio, costaba salir a caminar sin la prisa de antes.
Pero comencé con paseos cortos por las mañanas. Paso a paso, día a día, recuperé agilidad. Mi cuerpo ya no era joven, pero con cuidado y paciencia, aún podía sentirse bien.
Encontré felicidad en pequeños rituales: el paseo matutino por el parque, el té al atardecer en el balcón, contemplar cómo el sol se escondía. A veces me sentaba solo a escuchar el canto de los pájaros, disfrutando del silencio.
Esos momentos me enseñaron a hallar alegría en lo cotidiano. Ahora procuro llenar cada día con algo que me guste, aunque sea mínimo, y eso me da fuerzas para seguir.
También aprendí una lección clave: no sentir culpa por descansar. Mis hijos a veces me reprochan: *«Mamá, no haces nada»*. Pero mi vida fue siempre para ellos y el trabajo.
Ahora que merezco este reposo, ¿por qué no puedo ser yo misma? No se puede vivir solo para los demás, o te pierdes. No significa que no quiera a mi familia, pero todos tenemos derecho a nuestro espacio.
Empecé nuevos hobbies, como tejer. No por necesidad, sino por placer. Cada punto, cada diseño, me traían paz. Ver una labor terminada me hacía sentir que, a mi edad, aún podía crear belleza con mis manos.
Con el tiempo entendí que la jubilación no es el fin, sino un nuevo comienzo. La oportunidad de disfrutar las pequeñas cosas, libres de horarios y obligaciones que antes parecían indispensables.
Si mi experiencia le sirve a alguien, me dará por satisfecha. Porque vivir para uno mismo no debe esperar a la vejez. Basta con atreverse a disfrutar, sin miedo, del descanso y las alegrías sencillas.
Ahora lo sé: la vida sigue, y a cualquier edad puede estar llena de sentido. Lo importante es escucharse y no tener miedo de vivir como una realmente quiere.