La visita inesperada
Antonia se despertó tarde. No había prisa, llevaba siete años jubilada y no tenía a nadie de quien ocuparse. Podía quedarse en la cama un rato más. Sin embargo, algo la inquietaba en el fondo del corazón. ¿Por qué? Todo iba bien, no había motivos para preocuparse. Y sin embargo…
Se levantó, se arregló, puso la tetera al fuego y echó un vistazo por la ventana. El cielo sobre el edificio de enfrente se teñía de un rojo carmesí, el sol invernal asomaría en cualquier momento. Eso significaba que, tras dos semanas de templado, al fin había llegado el frío. “Mejor así. Tomaré un té y luego iré al supermercado”, pensó Antonia mientras retiraba la tetera del fogón.
Sirvió el té en su taza y lo bebió a pequeños sorbos. El calor se extendió por su cuerpo. Pequeña y delgada, ni siquiera después de tener a su único hijo había engordado. Su marido, en cambio, era un hombre grande. Él la llamaba cariñosamente “Flaca” o “Tonina”. Pero hacía ya diez años que él no estaba.
Levantó la taza, y entonces sonó un timbrazo brusco en la puerta. El susto le hizo temblar la mano, el té se derramó y quemó su piel fina, marcada por manchas marrones. Casi suelta la taza del dolor. “Ahí vienen los problemas. El presentimiento no mentía. ¿Qué más me esperará?” No tuvo tiempo de terminar el pensamiento cuando el timbre volvió a sonar, insistente.
Antonia sopló en su mano y fue a abrir, refunfuñando: “¿Quién demonios aparece a estas horas?”. Y no reconoció de inmediato al hombre alto y desaliñado que estaba frente a ella: su hijo. “Cómo ha cambiado”, murmuró. Daniel, seguramente, también se sorprendió al ver a su madre tan avejentada.
—Madre, recibe a tu invitado —dijo él con una sonrisa forzada, como si despertara de un sueño.
—¿Daniel? ¿Por qué no avisaste? No te esperaba. —Se aferró a su pecho.
Él le rodeó los hombros con torpeza.
Antonia olió a camino, a ropa sudada y algo más… algo que le encendió una alarma en el pecho. Se apartó y lo miró fijamente. Notó la barba mal cuidada, el rostro hinchado, las ojeras rojizas bajo sus ojos vidriosos.
—¿Vienes solo? ¿Dónde está Elena, la niña? —preguntó Antonia.
—¿No te alegras de verme a mí solo? —contestó Daniel, mirando por encima de su cabeza.
—Es que me has pillado por sorpresa. —Retrocedió para dejarlo pasar—. Pasa, hijo, quítate el abrigo.
Daniel cruzó el umbral, dejó una gran bolsa de deporte en el suelo y recorrió el recibidor con la mirada.
—Estoy en casa. Nada ha cambiado.
—¿Has venido de vacaciones? ¿En pleno invierno? —preguntó Antonia sin quitar los ojos de la bolsa.
—Después hablamos, madre. Estoy cansado. —Se quitó la chaqueta y la colgó.
—Sí, claro. Justo tengo té recién hecho. —Fue a la cocina, buscó en el armario la vieja taza de su hijo.
Daniel entró detrás, se sentó de lado en la mesa, abriendo las piernas y ocupando casi todo el espacio de la pequeña cocina. Antonia le puso la taza frente a él.
—¿Quieres algo de comer? Tengo cocido. Ayer, como si lo hubiera sentido, lo preparé. —Se quedó esperando su respuesta.
—Dale. —Daniell soltó la palabra con desgana—. Cuánto echaba de menos tu cocido. —Esbozó una media sonrisa.
Antonia, nerviosa, sacó la olla de la nevera. Calentó la comida y le sirvió un plato humeante, colocó a su lado la cuchara pesada que tanto le gustaba a su marido, un trozo generoso de pan y se sentó frente a él, apoyando la cabeza en una mano.
—¿Y algo más fuerte para acompañar? —Daniel le lanzó una mirada rápida, removiendo el cocido.
—No guardo alcohol —respondió Antonia, endureciendo la voz.
Observó cómo su hijo comía con avidez, haciendo ruido, casi ronroneando de placer como un gato al sol.
—¿Cómo está Elena? ¿En qué curso va la niña? ¿Por qué no vinieron contigo?
Daniel siguió comiendo, ignorándola, como si no la oyera.
Con solo verlo, Antonia supo que su hijo bebía. Su esposa lo había echado. ¿Y adónde iba a ir si no era con su madre? No tenía otro sitio. Claro que estaba contenta. Su único hijo había vuelto. Pero la inquietud no la abandonaba, crecía dentro de ella.
Dejó el plato vacío. Antonia se levantó de inmediato, le sirvió más té caliente y acercó el frasco de galletas.
—Elena y yo nos divorciamos. He venido para quedarme —murmuró Daniel sin mirarla.
—Bueno, no pasa nada. Descansa, busca trabajo. Ya verás cómo todo se arregla. —Hablaba como si tratara de convencerse a sí misma mientras dejaba el plato en el fregadero. Luego volvió a sentarse.
Daniel bebió el té ruidosamente, mirando al vacío. Después empujó la taza y se levantó.
—Vale, madre. Estoy reventado. Voy a echarme un rato, ¿sí? Luego hablamos. —Se dirigió a su habitación.
Mientras lavaba los platos, Antonia pensó que su corazón no se había equivocado, presentía su llegada. Sabía que no sería fácil. Cuando entró en la habitación, Daniel estaba tumbado en el sofá, mirando la televisión sin verla. Se sentó a su lado.
—¿Me contarás qué pasó? ¿Les dejaste el piso a ellas? Es lo correcto, como un hombre. Aquí está tu casa.
—¿Qué quieres que cuente? Nos divorciamos y punto —respondió él sin volver la cabeza.
Antonia lo observó y no lo reconoció. Envejecido, con dolor clavado en los ojos, una arruga honda en la frente. Todo en él parecía perdido y deshecho. Tal vez solo era el cansancio. El viaje desde Andalucía era largo. A ella nunca le había dado tiempo de visitarlo, a veces por dinero, otras por miedo.
Recordó cuando, al terminar la universidad, él llegó y dijo que se iba al sur con un amigo. Habían construido una fábrica nueva, buscaban jóvenes promesas. Soñaba con hacer carrera, ganar dinero. Pronto se casó, llegó la niña.
Los primeros años venían los tres de vacaciones. Luego las visitas se espaciaron. En las comidas, Daniel solía sacar una botella. Su padre movía la cabeza, desaprobando. Elena fruncía el ceño.
Una vez, Antonia le preguntó si Daniel bebía mucho. Ella rompió a llorar.
—Lo he amenazado, le he dicho que lo dejaría… Prometió dejarloAl final, Antonia cerró los ojos, respiró hondo y se dijo que, aunque el camino sería duro, nunca dejaría de esperar que su hijo encontrara la luz al final del túnel.