La visita inesperada
Carmen se despertó tarde. No tenía prisa, llevaba siete años jubilada y no tenía a nadie a quien cuidar. Podría quedarse en la cama un rato más. Pero algo en su pecho le inquietaba, una angustia sin motivo. ¿Por qué? Todo iba bien, no había razones para preocuparse. Y sin embargo…
Se levantó, se arregló, puso la tetera al fuego y miró por la ventana. Sobre la casa de enfrente, el cielo se teñía de un rojo intenso. El sol invernal asomaría en cualquier momento. Tras dos semanas de deshielo, al fin hacía frío de verdad. “Qué bien. Me tomaré un té y luego iré al mercado”, pensó mientras retiraba la tetera del fuego.
Llenó su taza y bebió a sorbos lentos. El calor se extendió por su cuerpo. Era menuda y frágil, ni siquiera después de dar a luz a su único hijo había engordado. Su marido, en cambio, fue un hombre grande. Él la llamaba cariñosamente “Carmencita”, “Carmiña”. Pero ya llevaba diez años sin él.
Levantó la taza y, de pronto, un timbrazo agudo resonó en la puerta. El susto le hizo temblar la mano, derramando el té que quemó su piel fina y manchada por los años. Casi suelta la taza del dolor. “Ahí están los problemas. El presentimiento no falló. ¿Qué más vendrá?” Apenas lo pensó cuando el timbre sonó de nuevo, insistente, como una orden.
Carmen sopló sobre la quemadura y fue a abrir, refunfuñando: “¿Quién demonios vendrá a estas horas?”. No reconoció de inmediato al hombre alto, con ropa arrugada, que estaba frente a ella. “Cómo ha cambiado”, susurró. Alberto, su hijo, también debió sentirse desconcertado al ver a su madre tan envejecida.
—Buenas, madre. —Sonrió torpemente, como despertando de un trance.
—¿Alberto? ¿Por qué no avisaste? No te esperaba. —Se abrazó a su pecho, y él la rodeó con un brazo, incómodo.
Carmen olía a camino, a ropa sin lavar y algo más… algo que le encogió el corazón. Se separó y lo miró fijamente. Notó la barba descuidada en su rostro hinchado, las bolsas bajo los ojos inyectados en sangre.
—¿Vienes solo? ¿Dónde está Marta, mi nieta? —preguntó, conteniendo el temblor de su voz.
—¿No te alegras de verme, aunque sea solo? —dijo él, mirando por encima de su cabeza.
—Es que me has pillado por sorpresa. —Retrocedió para dejarlo pasar—. Pasa, hijo, quítate el abrigo.
Alberto cruzó el umbral, dejó una bolsa deportiva en el suelo y escudriñó el recibidor.
—Estoy en casa. No ha cambiado nada.
—¿Has venido de vacaciones? ¿En pleno invierno? —Carmen no podía apartar la vista de la bolsa.
—Déjalo, madre. Estoy cansado. —Se quitó la chaqueta y la colgó.
—Sí, claro. Justo tiene el té recién hecho. —Fue a la cocina y sacó su vieja taza, la que usaba de pequeño.
Alberto entró tras ella, se sentó de lado en la mesa, abriendo las piernas y ocupando casi todo el espacio de la pequeña cocina. Carmen le sirvió el té.
—¿Quieres algo de comer? Tengo cocido de ayer. Como si lo hubiera sentido… —Se detuvo, esperando su respuesta.
—Dámelo. —Lo dijo con desgana—. Cuánto echaba de menos tu cocido. —Una sonrisa fugaz rozó sus labios.
Carmen revolvió el puchero del frigorífico, calentó la comida y le sirvió un plato humeante. Le puso al lado la cuchara grande, la que le gustaba a su marido, un trozo de pan y se sentó frente a él, apoyando la mejilla en la mano.
—¿Y algo fuerte para acompañar? —Alberto la miró de reojo, removiendo el cocido.
—No guardo alcohol. —Su voz se endureció al instante.
Observó cómo comía con avidez, haciendo ruido, entrecerrando los ojos como un gato al sol.
—¿Qué tal Marta? ¿En qué curso está? ¿Por qué no vinieron contigo?
Alberto siguió comiendo, ignorándola.
Carmen ya lo sabía. Bebía. Su mujer no lo soportó y lo echó. ¿A dónde más podía ir sino con su madre? Ella, por supuesto, lo recibía. Pero esa angustia no se iba, crecía por dentro.
Dejó el plato vacío. Carmen se levantó al momento, le sirvió más té y acercó una bandeja de mantecados.
—Marta y yo nos divorciamos. He venido para quedarme. —No la miró al decirlo.
—No pasa nada. Descansa, busca trabajo… Todo se arreglará. —Había un temblor en su voz mientras llevaba el plato al fregadero. Después volvió a sentarse.
Alberto bebió el té con ruido, mirando al vacío. Luego apartó la taza y se levantó.
—Bueno, madre. Estoy reventado. Voy a echarme un rato, ¿vale? Luego hablamos.
Mientras fregaba, Carmen pensó que su corazón no se había equivocado. Sabía que esto no sería fácil. Cuando entró en la habitación, Alberto estaba tumbado en el sofá frente al televisor. Se sentó a su lado.
—Cuéntame, ¿qué pasó? ¿Les dejaste el piso? Hiciste lo correcto. Aquí es tu casa.
—¿Qué quieres que te cuente? Se acabó, eso es todo. —No la miró.
Carmen lo observó sin reconocerlo. Envejecido, con dolor y amargura en la mirada, una arruga profunda en la frente. Parecía perdido. Quizá solo era el cansancio. El viaje desde Andalucía era largo. Ella nunca se había decidido a visitarlo, ya fuera por dinero o por miedo.
Recordó cuando, tras la universidad, él llegó diciendo que se iba al sur con un amigo. Había trabajo en una fábrica nueva, oportunidades. Soñaba con crecer, ganar dinero. Luego vino el matrimonio, la niña…
Los primeros años venían los tres de vacaciones. Después, cada vez menos. En las comidas, Alberto solía sacar una botella. Su marido negaba con la cabeza; Marta fruncía el ceño.
Una vez, Carmen le preguntó si bebía mucho. Ella rompió a llorar.
—Le gritaba, le decía que lo dejaría… Prometía parar, pero a los tres días volvía.
Él desviaba las conversaciones con sus padres. Luego dejó de venir. Las llamadas eran pocas, siempre con excusas: mucho trabajo, un piso nuevo por amueblar, que era caro viajar. Si ella preguntaba por el alcohol, colgaba furioso.
Carmen suspiró. No podía quedarse sentada. Tenía que ir al mercado. Él necesitaba descansar. Pero al volver, con las bolsas pesadas, Alberto no estaba.
Miró en su habitación. La bolsa ya estaba allí. Le entraron ganas de ver qué traía, qué tenía… Pero no lo hizo. No estaba bien. Justificó también que no hubiera regalos. Él lo estaba pasando mal. Y ella no necesitaba nada.
Alberto regresó entrada la noche. Iba borracho. Se escucharon ruidos en el recibidor, algo cayendo. “Habrá encontrado a sus antiguos amigos. Quizá alguno le ayude a encontrar trabajo”, pensó Carmen.
—He bebido un poco, ma. No me regañes. —Se detuvo frente a ella, tambaleándose. Luego hizo un gesto y se fue a su cuarto.Al cabo de los años, Carmen seguía esperando tras la ventana, pero ahora solo para ver pasar a los extraños, porque su hijo, como el sol de aquella mañana de invierno, se había oscurecido para siempre.