Lo rechacé a mi hija justo después del parto, pero luego la recuperé — y esto se convirtió en mi salvación
A veces, el destino te desafía no cuando estás preparado, sino cuando te encuentras en el fondo — moralmente, físicamente, emocionalmente. He sobrevivido al cáncer, a la soledad, al miedo a la maternidad… y casi traiciono lo más valioso que tenía. Pero en el último momento — cambié de opinión.
Me llamo Ana María, ahora tengo 31 años, soy de Madrid. Pero todo lo que quiero contar sucedió mucho más lejos de casa — en un país donde no sabía ni el idioma ni conocía a la gente. Fue allí donde me convertí en madre. Y fue allí donde casi renuncio a mi hija.
Cuando tenía 24 años, me diagnosticaron algo que te arrebata el suelo bajo los pies — cáncer de cuello uterino. Todo sucedió rápido: operación, rehabilitación, miedos. Los médicos dijeron que, probablemente, no tendría hijos. No discutí — simplemente lo acepté. Decidí que mi vida seguiría otro camino. Sin familia, sin hijos. Con una carrera, viajes, libertad.
Y así fue. Hice una buena carrera en el sector financiero, me trasladé por contrato a Alemania, recorrí medio mundo. Con los hombres tuve romances, pero sin compromisos. No me permitía enamorarme, no hacía planes. Vivía como a medias. Y eso era suficiente — o creía que lo era.
Un día empecé a sentirme extraña — debilidad, mareos. Lo atribuí al cansancio. Pero el ginecólogo al que fui casi como un trámite soltó la bomba:
— Estás embarazada. Cuatro meses.
No podía creerlo. ¿No era yo… infértil? ¿Cómo? ¿Un error? No. Todo se confirmó.
Fue pánico. Choque. No quería tener ese hijo. No tenía una pareja estable, no tenía un plan, no tenía ganas de ser madre. No le dije a nadie — ni a mis padres, ni a mis amigos, ni a mis colegas. Lo oculté todo. Usaba ropa holgada, casi no aumenté de peso, trataba de ignorar lo que sucedía.
Y llegó el noveno mes. Una idea fija — irme de vacaciones a América del Sur, algo que soñaba desde joven. Todo estaba pagado de antemano, y decidí: ¿por qué no? Volé a Argentina. Y allí, entre lluvias tropicales y el idioma español, empezaron mis contracciones.
Di a luz en un pequeño hospital cerca de Córdoba. A mi hija la llamé Lucía. No sentía nada. Solo cansancio y miedo. Incluso pensé en dejarla allí, en ese país donde nadie conoce a nadie.
Pero la pobreza que vi por esos lares me horrorizó. Entendí: si dejaba a Lucía, al menos sería en casa, en España. Me dirigí a la embajada, me ayudaron a hacerle los papeles. Con dificultad, y después de muchas escalas, regresé a casa.
Estaba agotada, sin un céntimo, con un bebé en brazos. Al día siguiente, sin pensarlo, la llevé a un centro de acogida. Expliqué que no podía hacerme cargo. Los trabajadores sociales no me juzgaron. Simplemente aceptaron en silencio.
Fui a casa, caí en la cama y… sentí un vacío. Todo era — como si no fuera conmigo. Dos días después regresé al trabajo.
Pero tras un par de semanas me llamaron del refugio.
— Algo no anda bien con tu niña. No come. No reacciona. Solo llora.
Fui. No sé por qué. Quizá solo quería asegurarme de que no era mi culpa. Pero cuando la vi — delgada, con los ojitos apagados, envuelta en una manta ajena — algo en mí hizo clic.
Ella me reconoció. No lloró. No sonrió. Solo me miró — como si estuviera esperando. Y entendí: ella es mía. Me necesita tanto como yo a ella.
Regresé a casa y no dormí toda la noche. Por la mañana llegué al trabajo y conté todo — a los jefes, a los colegas, a los amigos. Ya no quería mentir.
Una semana después llevé a Lucía a casa.
Al principio fue difícil. Noches sin dormir, miedo, cansancio. Pero con cada día que pasaba — ella se volvía más fuerte, y yo — más fuerte aún. Nos acostumbramos la una a la otra. Nos convertimos en familia.
Ahora Lucía ya tiene tres años. Se ríe, corre por la casa, canta canciones. Y yo — vuelvo a vivir. De verdad. Sin máscaras, sin huidas. Soy mamá. Y aunque somos solo dos, somos felices.
No sé si algún día encontraré a un hombre que nos quiera a ambas. Pero ya no importa. Lo principal es que una vez reuní fuerzas y elegí no el miedo, sino el amor. Y no me arrepiento ni un segundo.
Lucía — es mi salvación. Y mi redención.






