Quise hacerlo lo mejor posible

¡Sí, ya sé que no estáis obligados! ¿Pero es que va a quedar el niño sin ropa de abrigo en pleno invierno? Javier, ¿es esto lo que te enseñé de pequeño? insistía la suegra con voz agria.

El teléfono reposaba sobre la mesa. Tras varios altercados familiares, Javier había aprendido la lección: cuando su madre llamaba, mejor poner el altavoz y que Lydia Serrano hablase con los dos. Si no, los destrozaría uno a uno.

Lydia Serrano, no es que nos neguemos a ayudar replicó Lucía. Pero si tanto le cuesta cuidar a Daniel, déjenoslo a nosotros. Hablé con Carla, y no tiene inconveniente.

La suegra guardó silencio unos segundos. Sin duda, sopesaba qué le convenía más: librarse de responsabilidades no deseadas o mantener el control sobre su hija. Ganó la segunda opción.

¡Ni siquiera sabéis en lo que os estáis metiendo! contestó Lydia con desdén. Vosotros no habéis tenido ni un hijo ni un gato. Trabajáis todo el día, ¿quién va a cuidarlo? ¿O creéis que los niños crecen solos, como malas hierbas? Un niño necesita atención, cariño, tiempo…

Lo entiendo dijo Lucía con calma. Pero si no queda otra, nos las arreglaríamos. Yo dejaría mi trabajo. Como si fuese un permiso de maternidad por Carla.

Ah, ¿y con qué vais a vivir, ricachones?

Usted misma dice que mi sueldo es una miseria. Pues nos apañaríamos sin esa miseria.

La suegra se calló. Javier suspiró cansado: Lucía era nueva en la familia, pero a él ya le revolvía el estómago tanta presión.

Ya veo. Me ponéis un ultimátum rezongó Lydia al fin. Sois jóvenes, imprudentes, no entendéis el lío en el que os queréis meter. Yo solo intento ayudar, cargar con todo el peso. Pero seguid así. Y recordad: mientras os dais importancia, el niño se resfría por vuestra culpa.

Colgó sin más. Lucía se sentó al lado de Javier, lo abrazó y recordó cómo había empezado todo.

…Al principio, Lydia Serrano parecía una mujer amable, aunque de carácter fuerte. Recibía a Lucía en su casa con una sonrisa, incluso antes de que fuese su nuera. Preparaba banquetes que dejaban la mesa repleta, y cuando la pareja se iba, les llenaba bolsas con comida.

Pronto, Lydia se convirtió en una presencia constante en la vida de Lucía. Llamaba a diario, preguntaba si todo iba bien, si Javier la trataba bien, la invitaba a visitarla. Hasta ayudó a ingresar a la madre de Lucía en el hospital, consiguiendo que la atendieran como a una reina. Lucía le estaba profundamente agradecida.

Pero también notaba algo más. Si no cogía el teléfono o cortaba la llamada por prisas, Lydia cambiaba por completo. Pasaba semanas sin llamar, hablaba con frialdad y esperaba disculpas.

Claro, ahora estáis tan ocupados que ya no me necesitáis decía Lydia, ofendida.

Lucía lo tomaba a broma, pero notaba que aquel “cariño” era pegajoso, como una deuda.

Lydia no solo tenía un hijo, sino también una hija, Carla. La cuñada también le daba sensaciones encontradas. Carla casi nunca sonreía, se sobresaltaba con los ruidos, siempre buscaba refugiarse en su habitación.

Lucía lo atribuía a la edad. Carla tenía solo dieciséis. Podría ser que se aburriera entre adultos.

¿Qué le gusta a Carla? preguntó Lucía a Lydia antes de Navidad. No sé qué regalarle.

A esa no le gusta nada contestó Lydia, irritada. Se pasa el día con el móvil. Todo le parece mal, todo le cuesta. No tiene ambición. Una vaga…

Ahí Lucía supo que algo no iba bien entre madre e hija. Su propia madre jamás hablaría así de ella. Siempre destacaba lo bueno y conocía sus gustos.

Con el tiempo, Lucía confirmó que Lydia menospreciaba a Carla. Podía sonreírle a su nuera y, al instante, gritarle a su hija por no fregar bien los platos. Las amistades equivocadas, la forma de caminar, la música… Y eso era solo lo que Lucía veía.

No extrañó que, a los dieciocho, Carla se casase deprisa. No por amor, sino por huir de casa.

¡Qué tonta! se quejaba Lydia. Se ha liado con un don nadie. Cree que la felicidad está en otra parte. ¡La dejará en un mes!

Como Carla escapó, Lydia volcó su atención en Lucía y Javier. Si antes parecía excéntrica pero llevadera, ahora resultaba asfixiante. Consejos no pedidos, visitas sorpresa, preguntas sobre cuándo llegarían los nietos… Todo el repertorio.

Lucía, ¿por qué no dejas esa tienda? Te pagan cuatro perras le dijo Lydia un día. Yo podría colocarte en otro sitio. Mejor sueldo, mejores condiciones.

Para entonces, Lucía ya sabía: si aceptaba, estaría en deuda eterna. Y Lydia exigiría sumisión absoluta. Si se rebelaba, quizá hasta la harían despedir.

No, gracias, me gusta mi trabajo. Además, mis compañeras son geniales respondió.

Lydia frunció el ceño, cruzó los brazos y miró hacia la ventana.

Bueno, como quieras murmuró. Solo quiero lo mejor para vosotros, que no viváis al día. Pero si no quieres progresar, allá tú.

Sobre Carla, Lydia casi acertó. El matrimonio duró año y medio, no un mes. Y en ese tiempo, Carla tuvo un hijo.

Aunque no eran cercanas, un día Carla estalló. Primero pidió consejos sobre su matrimonio, luego rompió a llorar.

Casi nunca viene a casa confesó. Dice que se queda con amigos, pero no soy tonta… Ya le he pillado mintiendo. No sé dónde duerme, pero no es con ellos. Y eso es solo el principio… Hasta ha levantado la mano contra mí.

Carla, esto es grave… Deberías irte.

¿Adónde? ¿A casa de mi madre? No, gracias. Prefiero aguantar esto antes que volver con ella.

Eso lo decía todo. Carla soportaba infidelidades y miedo con tal de no regresar con Lydia. “Allí debe ser peor”, pensó Lucía.

Pero el marido de Carla pidió el divorcio. Dijo que no estaba preparado para la paternidad. En realidad, ya tenía a otra.

El niño se quedó. Carla volvió con Lydia. Y entonces empezó el infierno. Lydia la tachaba de inútil, de mala madre, la culpaba por no estudiar, le auguraba miseria. Aunque al menos cuidaba del nieto mientras Carla trabajaba y le daba dinero.

Hasta que Carla no pudo más. Un día, empacó sus cosas y se marchó, dejando al niño.

Me gustaría llevarme a Daniel, pero ¿adónde? le confesó a Lucía después. Estoy viviendo en casa de una amiga. Necesito estabilizarme. Y quizá ir al psicólogo… Hay días en que mi madre me hacía sentir al borde del abismo. Sé que Daniel no tiene culpa, pero si estoy al límite y él llora… Necesito tiempo.

Mientras Carla se recomponía, Lydia volvió a acosar a Javier y Lucía. Se quejaba de su hija irresponsable y exigía ayuda con el nieto. Dinero escaseaba, y su salud flaqueaba.

Lucía lo veía claro: si Daniel se quedaba allí, no tendría futuro. Carla aún sufría las secuelas del “amor” de Lydia. Javier apenas hablaba de ello, pero cedía incluso cuando debía plantarse.

Sin embargo, fue él quien propuso quedarse con el niño. Aunque no se atrevía

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Quise hacerlo lo mejor posible