Quiero vivir en calma y paz

—Buenos días —murmuró Iria al entrar en la oficina, dejándose caer en su silla con un suspiro. Encendió el ordenador y apartó la mirada hacia la ventana, donde las nubes grises se confundían con el cielo lluvioso. Ni siquiera miró a sus compañeras.

—Buenos días —respondieron Vega y Noelia, intercambiando una mirada y encogiéndose de hombros. Iria, normalmente alegre y conversadora, cuya amabilidad era bien conocida en el departamento, permanecía en silencio, apretando los labios. Parecía que, igual que la lluvia tras el cristal, una grisura infinita se había instalado en su alma.

En aquella oficina trabajaban tres: Iria, de treinta años, madre de un niño, casada, tranquila y meticulosa; Vega, la mayor, con treinta y seis, dos hijos, enérgica y vivaracha; y Noelia, la más joven, de veintisiete, que vivía con su novio sin haberse casado. Vega, como correspondía a la mayor, era quien iniciaba siempre las pausas para el café y las conversaciones.

—Chicas, ¿os apetece un cafelito? —rompió el silencio, levantándose hacia la máquina de café en el rincón—. Ahora lo tenemos listo.

—Venga —asintió Noelia. Iria no dijo nada.

Unos minutos después, Vega regresó con una bandeja y tres tazas humeantes. Repartió las bebidas con una sonrisa. Iria asintió en silencio, sin dar las gracias ni con un gesto ni con la mirada. Noelia intentó aliviar la tensión:

—Gracias, Vega. Eres la anfitriona del año.

Las dos rieron, mientras Iria esbozaba una leve sonrisa. Vega, incapaz de aguantar más, soltó:

—Iria, ¿qué te pasa? ¿Hemos hecho algo?

—No, no es eso —negó con la cabeza—. Es solo… cosas de casa. Bueno, no de casa exactamente. De la familia.

—¿Otra vez Marina? —frunció el ceño Noelia—. Mira, ya está bien. No le des importancia, de verdad. No puedes cargar con eso siempre.

—¿Y cómo no darle importancia si vivimos pared con pared? Dos casas en el mismo terreno. Miguel, mi marido, hace como si no se diera cuenta. Su hermano, Pablo, es tranquilo, normal. Pero Marina… es un desastre. Ayer no pude más. Le solté todo lo que llevaba dentro. Y ahora no sé cómo seguir viviendo ahí.

Cuando Iria se casó con Miguel, el padre de este había construido dos casas idénticas en el mismo solar: una para el hermano mayor, Pablo, y otra para Miguel, el menor. Tras la boda, Iria y Miguel se instalaron en su hogar, con Pablo y Marina como vecinos. Pero apenas unos días después de la celebración, la tragedia golpeó: los padres de Miguel y Pablo murieron en un accidente de coche. Los hermanos se quedaron solos, en el mismo terreno, cada uno con su familia.

Al principio, todo fue bien. Casi al mismo tiempo, ambas mujeres dieron a luz. Parecía que la vida seguía su curso en paralelo, en armonía. Pero poco a poco, Iria comenzó a notar lo diferentes que eran Marina y ella.

Marina era explosiva, ruidosa, siempre descontenta con algo. Iria, en cambio, prefería la calma, el silencio, la intimidad de las mañanas con café y música en la cocina. Miguel, igual que ella, era tranquilo y sereno. En ese sentido, encajaban a la perfección.

—Nunca me han gustado los grupos ruidosos. Mi familia es mi mundo —compartía Iria con sus compañeras—. Me basta con Miguel y nuestro hijo. No necesitamos a nadie más.

Marina pensaba distinto.

—Somos una misma familia, tenemos que estar juntos —repetía—. ¿Qué es eso de encerrarse? Hay que compartir.

Pero no se quedaba en palabras. Desde el principio, Marina se comportó como la dueña de todo el solar. Consideraba su espacio como algo común, metiéndose en los asuntos de Iria y Miguel sin pedir permiso. Podía entrar en su casa sin llamar, incluso cuando Iria estaba amamantando o durmiendo al niño.

—¡Ay, pensé que ya estabas levantada! Bueno, no te molesto —y cerraba la puerta de golpe.

Los fines de semana, cuando Iria se levantaba temprano para disfrutar del café en paz, Marina aparecía en la ventana como un reloj:

—¿Café? Échame una taza, ahora voy —y un minuto después ya estaba en su cocina.

—A veces solo quiero estar sola —le decía Iria a su marido—. Pero ella parece decidida a romper esa paz.

Decírselo directamente le daba reparo. La educación, la cortesía. Aunque Pablo, el marido de Marina, ya le había llamado la atención más de una vez:

—Marina, déjalos en paz. A ti no te gustaría que invadieran tu espacio así.

Una noche, después de una semana agotadora, Iria pidió sushi a domicilio. Una pequeña celebración: su hijo había sacado sobresalientes en todos los exámenes. En el momento en que salió a recoger el pedido, Marina apareció como un vendaval:

—¿Sushi? ¿Pediste sushi y no me avisaste? ¡Siempre igual! —y soltó una retahíla de reproches e insultos.

Iria se quedó paralizada. Miguel intentó calmar la situación, pero Marina montó un escándalo que resonó por todo el solar. Pablo la arrastró de vuelta a su casa, pero los gritos siguieron escuchándose tras la pared. Iria cerró la puerta y rompió a llorar.

—¿Por qué tengo que justificar cada compra, cada decisión? ¡Es nuestra cena, nuestro momento! No le debo explicaciones a nadie —explotó, conteniendo las lágrimas—. Siempre interfiere, controla, grita. Y nosotros solo queremos silencio.

A la mañana siguiente, llegó a la oficina hecha polvo. Se desahogó con sus compañeras, que no daban crédito.

—¿Llevas diez años así? —exclamó Vega—. Yo habría puesto límites hace mucho.

—Tienes tu propia familia. Tu marido, tu hijo. Eso es tuyo. Lo demás… aunque digan que sois una sola familia, que vivan como quieran —añadió Noelia.

—Sí —suspiró Iria—. Siempre me he callado. Siempre he cedido. Pero ya basta. La próxima vez la paro. Aunque me cueste.

Tras la ventana, la llovizna seguía cayendo. Pero dentro de Iria, por primera vez en mucho tiempo, había un destello de luz. Porque al fin entendió que tenía derecho al silencio. Y a la paz. A su propio mundo, lejos de los gritos al otro lado de la pared.

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Quiero vivir en calma y paz