Quiero el divorcio, susurró mientras apartaba la mirada.

14 de febrero de 2024

Hoy, mientras la lluvia golpeaba los cristales del pequeño piso del centro de Madrid, sentí que mi respiración se hacía más densa y, con una voz casi rota, susurré: «Quiero el divorcio». Mi mirada se perdió en la de Tomás, mi marido, y lo aparté al instante.

Su rostro se tornó pálido como la cera. Un silencio pesado quedó flotando entre nosotros, como una pregunta que nadie osa formular.

«Te dejo con la mujer que de verdad amas», dije, dándome cuenta de que la figura más importante en la vida de Tomás siempre había sido su madre. «Ya no quiero ser la segunda opción». Sentí que la garganta se estrechaba y las lágrimas empezaron a brotar sin consuelo; el dolor acumulado durante años explotó, aprisionándome en un torbellino de frustración.

«¿De qué hablas? ¿Qué otra mujer?», replicó Tomás, sorprendido, sin poder creer lo que oía.

«Hemos hablado de esto mil veces. Desde que nos casamos, tu madre nos ha asfixiado en lo económico, lo emocional y en el tiempo. Tú la toleras porque, según tú, «su sopa es más ácida y sus churros más esponjosos». Ya no puedo seguir así», solté, mientras las lágrimas corrían por mi rostro enrojecido.

Recordé los sueños que una vez tuve: un prometido prometedor, una carrera respetada, una vida en el corazón de Madrid que, al final, se había convertido en una lucha constante por mi propia felicidad.

Hace cinco años, entré temblorosa al amplio salón de nuestro piso. Los muebles, la vajilla, la decoración Para una chica que había pasado la mayor parte de su vida en pisos compartidos y en residencias universitarias, todo parecía costoso y frágil.

«¿Cómo he tenido la suerte de encontrar a un hombre con su propio piso?», bromeé, apoyando mis manos en los hombros de Tomás. «Espera a que deje mis calcetines por todas partes y me cuentes lo impresionado que estás de mí». La relación floreció rápidamente, como una novela que exige continuación.

En aquel entonces estudiaba periodismo en el último año en la Universidad Complutense de Madrid, mientras Tomás, cinco años mayor, trabajaba como director de ventas, con un sueldo estable. Un año después de mudarnos, nos casamos.

«Pronto convertiremos el cuarto de invitados en el cuarto del bebé», dije una tarde, abrazando a Tomás y dejándole entrever que ya estaba preparada para el futuro.

Sin embargo, un mes después, la inesperada visita de Doña María, la madre de Tomás, cambió todo. Llegó con dos maletas a la puerta de nuestro piso. Para ella, la relación con su hijo siempre había sido una cuestión de orgullo y deuda; creía que todo lo que él había conseguido era gracias a su esfuerzo.

Cada día de pago, Tomás devolvía los créditos del alquiler, del coche y de los gastos de su infancia. Yo observaba a distancia, sin querer enturbiar la relación con mi marido, y sólo de vez en cuando sugería con cautela.

«¿Dónde han invertido el dinero de la venta de la casa?», pregunté mientras servía té. Doña María, originaria de un pequeño pueblo cerca de Zaragoza, había heredado una casita con jardín. Cada año ofrecía ayuda para buscar un piso en la ciudad, pero ella se negaba a mudarse. Finalmente vendió su casa rápidamente, pero a un precio bajo.

«Gran parte del dinero lo he destinado a mi futuro negocio y a mis vacaciones», respondió, manteniendo la mirada firme. A pesar de los duros años de su juventud, seguía siendo ambiciosa y, a veces, un tanto autoritaria. Con gente así hay que andar con pies de plomo, porque suelen morder al dar la mano.

Hace poco descubrió una empresa de cosmética online. Uno de los requisitos era comprar productos al por mayor cada mes; en ese beneficio invirtió el dinero de la venta de la casa. «No tengo problema en seguir viviendo aquí», dijo, revolviendo miel en su té.

«Claro, nos encantan las visitas», respondí, intentando que fuera una solución temporal. «Buscaré una vivienda en un barrio tranquilo; mi amiga es agente inmobiliaria y seguro encuentra algo mejor». Doña María, sin inmutarse, replicó: «Dos pisos son mucho, mejor ahorramos aquí». Se hacía pasar por víctima, aunque la carga era evidente.

Yo no tenía nada contra su madre, pero compartir el hogar de forma permanente se había vuelto insoportable. Tomás, encogiéndose de hombros, contestó: «Como te parezca». Siempre apoyaba las ideas de su madre, por más cuestionables que fueran, creyendo que no tenía derecho a oponerse.

Doña María se dedicaba a todo: macramé, velas, jabones, álbumes de fotos, cualquier cosa que pudiera vender. Tomás financiaba cada material y, a cambio, ella le entregaba una parte del ingreso que apenas cubría sus gastos. Desde que Tomás ascendió a directivo, Doña María no había trabajado un solo día.

La obediencia ciega del hombre a su madre había anulado su voluntad; no sólo aparecían ayudas económicas desmesuradas, sino también una total sumisión a cada capricho. Resultaba increíble ver a un adulto comportarse como un niño pequeño.

El cuarto de invitados nunca se transformó en el del bebé y, tras tres años, poco había cambiado. Yo trabajaba en una editorial; mis artículos aparecían en la sección Familia y relaciones, iluminando historias de amor y desamor, pero mi propia familia permanecía en la sombra de Doña María, que llevaba el cetro con firmeza.

Entendí que el problema radicaba en que Tomás, hijo único de madre soltera, había heredado la costumbre de poner las necesidades de su madre por encima de las suyas. Esa mentalidad, mezclada con la sensación de que le debía algo, hacía que la situación fuera casi impenetrable.

Yo señalaba el tema repetidamente, pero siempre escuchaba: «Mamá sabe lo que hace», o «Hay que tener paciencia, los árboles no crecen de un día para otro». Sin embargo, el árbol no crecía en tres años, mientras los gastos se disparaban.

Cuando Doña María sugirió que yo también invirtiera en el negocio familiar, supe que era el momento de tomar medidas radicales. El último golpe llegó en la víspera de Año Nuevo 2023, cuando, tras una cita romántica en una pequeña cafetería después de patinar en la pista de hielo, me acerqué a Tomás con los ojos brillantes.

«Tomás, ¿eres feliz?», pregunté. Él tomó mi mano y respondió: «Claro, a tu lado no puedo estar infeliz». Entonces, con voz temblorosa, dije: «Quiero un hijo». Él sonrió y besó mi mano: «¿Ahora mismo?».

Al día siguiente, Doña María irrumpió en nuestro dormitorio: «¡No podéis tener un hijo!». Su comentario me dejó helada, pero por primera vez me atreví a responder.

«Tus hipotecas aún no están pagadas, el coche tiene deudas», dije, atrapada entre la rabia y la necesidad de ser escuchada. «Solo temes que ya no te tenga que dar dinero para tus caprichos», añadí, por primera vez enfrentándola directamente.

Doña María, aunque parecía haber comprendido, defendió su posición: «Yo solo quiero lo mejor para mi hijo». Pero su idea de lo mejor era seguir controlando cada centavo.

Ese día quedó claro que Tomás se había perdido. Había dejado de lado el sueño del bebé, diciendo: «Quizá no sea el momento, no tenemos los recursos». Yo sabía que no podíamos seguir así.

«Quiero el divorcio», dije, consciente de que nuestra vida familiar había llegado a un callejón sin salida. Su rostro se volvió blanco como la nieve.

«Te dejo con quien de verdad amas», replicó, como si el asunto fuera simplemente una cuestión de elección. No podía cerrar los ojos ante el daño que me estaba infligiendo. Preguntó incrédulo: «¿De qué hablas? ¿Qué otra mujer?». Le recordé que, desde la boda, sólo escuchaba «Mamá, mamá», que su sopa era más ácida y sus churros más esponjosos, y que ella manejaba todas nuestras finanzas. No podía aguantar más.

Tomás no supo comprender el alcance de sus acciones. Cuando, finalmente, quedó en silencio, se sentó a mi lado en la cama, mirando mis ojos inundados de lágrimas.

«¿Se trata solo del hecho de que mamá viva con nosotros?», preguntó. Le respondí que ella lo había absorbido por completo, que sin mi salario estaríamos en la ruina y que su madre le prohibía quedar embarazada por miedo a perder su ingreso.

Le dije que su madre era una buena mujer, pero debía reconocer límites; que él estaba destruyendo los suyos al complacerla siempre. Le pedí que viviera para sí mismo, no para su madre.

Después de una larga conversación, Tomás prometió intentar separar su vida de la de su madre y colocar nuestras prioridades al frente. Los primeros pasos fueron duros: le negamos los grandes pagos mensuales a Doña María y le dimos la orden de buscar otro hogar.

Un mes después, elegí el papel del cuarto del niño. La relación con Doña María mejoró ligeramente, aunque ella aún hacía visitas ocasionales. Al ver que Tomás había perdido la capacidad de sostener su negocio sin ella, Doña María se vio obligada a buscar empleo propio y a depender de sí misma.

Un año después, finalmente tuvimos a nuestro hijo. Doña María, ya con un trabajo estable, empezó a ayudar a Tomás y a mí con alegría. La familia entera pasa tiempo junta y, por fin, somos felices.

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