Hace ya algunos años, en un verano que nunca olvidaré, ocurrió algo que aún hoy me hace sonreír. Todo comenzó con aquella frase que mi marido soltó sin pensar: “¡Quiero estar tumbado! ¡Sentarse con los niños es cosa de mujeres!”. Y dicho esto, cerró los ojos con aire de suficiencia. Pero apenas dos horas después, ya se arrepentiría amargamente de sus palabras.
Imaginen la escena: llevaba meses esperando esas vacaciones en Marbella como si fueran maná del cielo. Los últimos seis meses en el trabajo habían sido una locura. Llegaba a casa hecha polvo, y ahí empezaba mi segundo turno: deberes, cenas, revisar agendas.
Fui yo quien encontró el hotel, quien consiguió los billetes a buen precio, quien preparó las maletas sin olvidar el osito de peluche de mi hijo Adrián, de seis años, ni el cargador portátil para la tablet de mi hija Sofía, de nueve. Yo era el cerebro de aquella operación bautizada como “Vacaciones Familiares”.
Y al fin llegamos. Playa, sol, los niños gritando de emoción. Uno pensaría: “Aquí está la felicidad, por fin puedo respirar”. Pero mi marido, Javier, tenía su propia opinión al respecto.
Con aires de triunfador, se desplomó en la tumbona, se puso las gafas de sol, se enfrascó en el móvil y entró en un estado de aletargamiento. Su única función era darse la vuelta de vez en cuando para que el bronceado le quedara uniforme.
Los niños, claro, son pura energía. Y todos esos “mamá, dame”, “mamá, vamos”, “mamá, mira” iban dirigidos exclusivamente a mí. Javier fingía no enterarse. En resumen, al segundo día ya me di cuenta de que mis vacaciones se estaban convirtiendo en trabajo, solo que con más calor.
Un día, vi un folleto en el recepción del hotel: “Dos horas de paraíso: envoltura de chocolate y masaje relajante”. Casi me caigo de la silla solo de imaginármelo. Noté el aroma del chocolate, y supe que era una señal. Me lo merecía.
Me acerqué a Javier, que dormitaba plácidamente, y con mi voz más dulce le pedí: “Javi, ¿puedes quedarte con los niños un par de horas? Quiero ir al spa, solo vigílalos un rato”.
Él abrió un ojo, perezoso, y soltó la frase que me heló la sangre: “Laura, ¿en serio? ¡Cuidar de los niños es cosa de mujeres! Yo estoy de vacaciones, he trabajado todo el año para estar aquí. Quiero descansar”.
Y dicho esto, cerró los ojos con énfasis, dejando claro que la conversación había terminado.
¿Ofendida? ¡Y tanto! ¡Yo también había trabajado hasta el agotamiento todo el año! Me quedé allí plantada, con una ola de rabia hirviendo dentro. Pero no grité, no gesticulé, no lloré. ¿Para qué? Las palabras no arreglarían nada.
De repente, mi mirada se posó en un grupo de animadores vestidos de piratas. Trajes coloridos, pañuelos, sonrisas de oreja a oreja. Y entonces, me llegó la idea más brillante: un tanto atrevida, con un punto de picardía, pero totalmente merecida.
Con una sonrisa encantadora, me acerqué a ellos. “Buenos días —dije casi cantando—. Tengo una petición especial. ¿Ven a ese hombre en la tumbona? Es mi marido. Hoy es su día especial: en el fondo, él es un capitán de corazón, pero muy tímido”. Mentí sin pestañear, con cara de ángel. Los animadores miraron a Javier con interés. “Quiero darle una sorpresa. Sería maravilloso si pudieran hacerlo el protagonista de hoy, como un auténtico capitán pirata”.
Para asegurarme, deslicé discretamente un billete a uno de ellos. Sus ojos brillaron. “¡Queda hecho! —dijo, haciendo un saludo pirata—. ¡Su capitán tendrá su momento de gloria!”.
Volví a la tumbona, sintiéndome una estratega genial, y esperé el espectáculo. Minutos después, un grupo de animadores se acercó a Javier, que seguía durmiendo plácidamente. Uno de ellos tomó el micrófono y anunció a todo volumen: “¡Atención, atención! Buscábamos al capitán más valiente, listo y audaz… ¡y lo hemos encontrado! ¡Damos la bienvenida al capitán Javier!”.
¡El caos que se armó! Javier se despertó sobresaltado, con los ojos como platos, balbuceando confusiones. Los niños, Sofía y Adrián, gritaban: “¡Papá es el capitán!”. Le pusieron un pañuelo pirata en la cabeza antes de que pudiera protestar. Intentó decir que era un error, que solo quería descansar, pero ya era tarde. El animador me guiñó un ojo y lo empujó: “¡Adelante, capitán! ¡El tesoro os espera!”. ¿Negarse delante de todos? Eso habría sido una vergüenza.
Mientras tanto, yo ya estaba a las puertas del spa, envuelta en una bata blanca, despidiéndome de mi marido con una sonrisa antes de perderme en un mundo de chocolate y relajación.
Javier cumplió su misión: corrió, resolvió acertijos, encontró el tesoro. Volvió agotado, sudoroso, pero feliz, rodeado de unos niños que lo admiraban.
Esa noche, le pregunté con inocencia: “Bueno, capitán, ¿cómo te fue?”. Él refunfuñó algo incomprensible. Me senté a su lado, le acaricié el pelo revuelto y susurré: “Eres el mejor hombre del mundo. Mira cómo los niños te adoran, cómo están orgullosos de ti”.
Él miró a los niños, que jugaban con conchas en la cama, luego a mí, y por primera vez en el día, sonrió de verdad. “Bah —murmuró, ruborizado—. Solo estaba jugando un poco”.
Y en sus ojos brilló una chispa cálida, auténtica. Hasta el final de las vacaciones, ayúdenme a creerlo, colaboró con los niños sin que se lo pidiera. Como si alguien le hubiera quitado una armadura.
A veces, a un hombre solo hay que darle un mapa del tesoro, atar