¿Quién te necesita así?

—¿A quién le importa una foto así?

—Lucía, no me saques de perfil. No me gusta —Paloma lanzó una mirada fulminante a la fotógrafa de su departamento de comunicación—. ¿Por qué disparas desde ese ángulo?

—Paloma Sánchez, es que estoy fotografiando a todos —respondió Lucía, nerviosa, dando vueltas alrededor de la mesa con los invitados—. Quiero que todos salgan en las fotos.

—A mí me sacas solo de frente y desde ahí. ¿Entendido? Por favor. Solo de frente, desde ese punto. Gracias —remarcó Paloma con tono cortante—. Colegas, volvamos al contrato.

Los invitados la miraron sorprendidos, pero nadie dijo nada. Ella era la jefa, y podía permitírselo todo, incluso dar órdenes al fotógrafo en medio de una negociación millonaria.

Lucía, ahora más cuidadosa, se aseguraba de que Paloma siempre mirase de frente y nunca, jamás, apareciese de perfil. Sus compañeros ya le habían advertido, pero lo había olvidado, y ahora recibía el rapapolvo. Aunque, sinceramente, no entendía qué tenía de malo un perfil. Todo se veía bien.

Pero para Paloma Sánchez no existía el “bien” o el “normal”. Todo debía ser perfecto. Su madre se lo repetía siempre:

—Paloma, tienes que ser perfecta. Perfecta para tu marido, para tus hijos, para tus compañeros y para el mundo. La gente debe mirarte y decir: “Es perfecta”.

—Mamá, lo intento.

—Lo sé, cariño. Pero no lo suficiente. Fuiste al colegio con la blusa mal planchada. ¿Cómo se te ocurre? ¿Por qué no la planchaste como te dije?

—La planché, pero quedaron arrugas. Pensé que no se notarían —contestó Paloma, bajando la mirada.

—Si está bien planchada, nadie se fija. Si está mal, todos lo ven. Acuérdate.

—Vale, mamá —respondió Paloma, sonándose la nariz. Le dolía decepcionar a su madre.

—Y no te frotes la nariz, Paloma. Ya es bastante grande. Y cuando lloras, ocupa media cara. Menuda desgracia… Y con ese puente… ¿Cuándo os hacen las fotos del colegio?

—El martes.

—Pues mira, practica delante del espejo cómo sentarte y mirar a la cámara para que no parezca tan enorme.

—Sí, lo haré.

—Mira recto e inclina un poco la cabeza. Así mejorará. Venga, ensaya ahora. Así, sí.

Con los ojos llenos de lágrimas, Paloma giraba la cabeza frente al espejo, pero su nariz, con aquel puente, le parecía enorme desde cualquier ángulo. Aunque quizá, si su madre no se lo hubiera recordado tanto, ni siquiera lo habría notado.

En esas conversaciones, su madre solía soltar: “Si no eres perfecta, ningún hombre te querrá. Te quedarás sola para siempre”.

Eso era lo que más miedo le daba. Y así, se esforzaba por convertirse en esa mujer ideal. Controlaba su cuerpo, propenso a engordar, con dietas estrictas y carreras matutinas. Nada de croquetas, helados o pizza. Solo odiosa quinoa, pechuga de pollo, ensalada verde y té. Era la primera de la clase, memorizando hasta la última página. Un hombre decente no querría a una gorda y tonta, así que debía ser guapa, inteligente, culta y con un buen sueldo. ¿A quién le gustan las mantenidas?

Paloma terminó Económicas, hizo un máster en Marketing y seguía formándose. Hablaba dos idiomas, sabía de nutrición, arte, literatura. Quería ser la profesional perfecta, la esposa perfecta.

Conoció a Pablo después de la universidad. Él era normal, ella, perfecta: alta, delgada, manicura impecable, pelo peinado al milímetro, camisa planchada, pantalones con raya, joyas discretas. Además, cocinaba de maravilla, porque el camino al corazón de un hombre pasa por el estómago.

Pablo, de familia humilde, sin grandes ambiciones, trabajaba como abogado, revisando documentos aburridos. Pero era guapo: rubio, ojos azules, manos finas. Al lado de una mujer perfecta, debía haber un hombre perfecto, ¿no? Él se fijó en ella, y Paloma, temerosa de quedarse sola, no lo dejó escapar. Pablo no se quejó: su mujer trabajaba, mantenía la casa impecable, cocinaba bien y lo cuidaba. Siempre estaba alimentado, con la ropa planchada y los zapatos relucientes. Juntos parecían sacados de una serie de familia feliz.

Dos años después, nació su hijo. Paloma lo controló todo: compró el libro “Cómo criar al hijo perfecto” y siguió sus reglas al pie de la letra. Menús equilibrados, juguetes educativos, ropa de marca. ¡Imposible que alguien pensase que no tenían dinero!

Para Paloma, la opinión ajena era crucial: colegas, amigos, vecinos, desconocidos. Necesitaba que confirmasen su perfección… la que su madre le exigía. Compró un buen móvil y se lanzó a las redes. Nada de fotos sin maquillaje o videos improvisados. Cada publicación requería mil tomas y horas de retoque. Organizaba sesiones familiares profesionales. En sus redes solo aparecían imágenes felices: ella, su marido y su hijo prodigio.

Pablo odiaba esos días, porque su mujer se volvía insufrible.

—No me saquéis de perfil —repetía Paloma al fotógrafo—. Y desde ese ángulo, tampoco.

—Permítame componer la foto. Si se miran, quedará muy natural.

—No. Haga lo que le digo. De perfil, no. Yo pago. Siga mis instrucciones.

Después, Pablo le reprochaba:

—¿Por qué tratas así al fotógrafo? Como si fuese un niño.

—Porque no quiero fotos que luego no pueda enseñar. Si dispara mal, las borraré.

—¿Qué puede salir mal? Estamos los tres bien vestidos, el niño y yo con el pelo arreglado, tú impecable…

—Mucho, Pablo. Como que se vea mi nariz de perfil, con ese puente horrible.

—Tu nariz es normal. ¿Por qué te obsesionas? Hay gente con narices peores.

—”Normal”. Fantástico. ¡Debe ser perfecta!

Finalmente, Paloma ahorró y decidió operarse. Reducir, limar, corregir. Hacerla perfecta. Pero los médicos se negaron. No podían hacerle rinoplastia por riesgos respiratorios.

—Doctor, necesito arreglármela. ¿Cuánto cuesta? Pagaré lo que sea.

—No es cuestión de dinero, Paloma Sánchez. Según sus pruebas, no podemos intervenir. Podría dejar de respirar por la nariz. No me arriesgo.

Tras varias consultas, Paloma entendió que viviría siempre con su nariz imperfecta. Pablo dejó de consolarla, pero su madre, envejecida, seguía corrigiéndola:

—Paloma, vi tu última foto. Parece que has engordado.

—No, mamá, controlo mi peso.

—Pues no sales favorecida. ¿Y el pelo? Se ve apagado.

—Acabo de teñírmelo. Me gusta cómo queda.

—Tu marido y el niño salen bien. Pablo sigue guapo. Pero tú… Cuídate, hija. No te descuides, o te reemplazará.

—Mamá, por favor —Paloma, fuerte e independiente, se sintió de nuevo la niña que practicaba posar para la foto del cole—. Pablo y yo nos queremos. Tenemos una familia.

—Te lo advierto, hija. Los hombres no quieren mujeres descuidadas, feas o gordas. ¿A quién le gusta una dejada? Si no quieres quedarte sola, cuídate.

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¿Quién te necesita así?