Hace ya muchos años, cuando los veranos parecían más largos y las obligaciones pesaban diferente, Elena Fernández maldijo silenciosamente el timbre del teléfono. Era su suegra, otra vez.
—Bueno, a ver si esta vez no venís solo tres días. ¿Os quedaréis más, al fin? ¡Elenita! ¿Por qué no dices nada?
—Concepción Martín, ¡feliz cumpleaños nuevamente! Cuídese mucho, por favor. En cuanto Eduardo y yo tengamos claro lo del viaje, le llamamos enseguida.
Elena colgó con una rapidez sospechosa. “Dios mío”, pensó, apartando el aparato como si quemara. “Ha sido una conversación amable, mi suegra, más cordial que nunca, y el motivo, su cumpleaños, alegre. Pero desde el primer saludo solo ansiaba cortar. Qué incomodidad tan rara”.
Ir a pasar las vacaciones con la suegra, esas ansiadas vacaciones que finalmente coincidían con las de su marido, era lo último que deseaba. Creía firmemente que había mil lugares mejores donde ella, Eduardo y sus hijos podían disfrutar. Había insinuado a su marido, con suavidad, que quizás este verano podrían elegir otro sitio, no la casería de Concepción, pero Eduardo se mostró inflexible. Así le habían criado. A los mayores, amor y respeto. Decepcionar a los padres evitando la visita, sería de mal gusto.
* * *
—Elena, ya veo a mis padres con suerte una vez al año. ¿Queréis que encima dejemos de ir en vacaciones? Así los niños olvidarán que tienen otros abuelos, en otro pueblo.
—Cariño, cómo decirlo sin ofender… Pero ¿nunca se te pasó que estas visitas quizás solo las deseas tú?
—¿Qué quieres decir? —Eduardo frunció el ceño y miró a su mujer con sorpresa.
—Que tus padres se han acostumbrado a vivir lejos de ti, de tu familia. Les va bien así. No sufren por no ver a los nietos, ni por pasar poco tiempo con ellos. Viven perfectamente sin eso.
—Elena, ¿cómo se te ocurre? ¿Por qué piensas eso?
—Porque tu madre, en el chat, solo me pide una cosa: fotos de los mayores o un vídeo del pequeño. Fin del mensaje. Nunca pregunta cómo están realmente, cómo estudian, si enferman. Los nietos los necesita solo para enseñar bonitas imágenes a las amigas o a la vecina. La escena perfecta, nada más. Lo que hay detrás no le importa. Nuestros problemas y dificultades le traen sin cuidado.
—Ahí no estoy de acuerdo. Vivimos lejos. No pueden cuidar de Martín, llevarlo a la guardería o recoger a sus hermanos del cole. Si viviéramos cerca, sería distinto.
—Sabes, Eduardo… Mi madre también vive en otra ciudad, pero eso no le impide venir en cuanto necesitamos ayuda. Como el TBO, siempre dispuesta a socorrernos. ¿Recuerdas cuántas veces este año pidió vacaciones o la baja, compró billete de tren y vino corriendo al primer aviso? Jamás vi ese ímpetu en tus padres.
—Sí, Elena, mi suegra es un ángel. Nunca lo negué. Le tengo gran gratitud a María Ángeles. Se lo he dicho muchas veces. Es nuestro apoyo firme.
—Eso. Cuando vamos a su casa, siempre busca pasar tiempo con los chicos. Pasea, monta en bicicleta, se baña en el río, juega al escondite, a la pita, al balón. Quiere mucho a nuestros hijos, y ellos le corresponden. Así debe ser en familia. Cariño, atención, amor.
—Elena, ¿qué quieres de mí? Cada persona es un mundo. Tu madre es un torbellino. Jovial y activa. Mis padres son mayores, distintos, de otra pasta. ¿Y qué? ¿Ya no vamos a verles nunca?
Elena calló un instante, apretó los labios como conteniendo una verdad. Pero decidió que ya no.
—No estoy a gusto allí. Ni los niños tampoco. Es incómodo, desagradable. Ni sé cómo explicarlo.
—¿Cómo? ¿Por qué? Tienen una casería estupenda, nos dan habitaciones separadas, está limpio y cómodo. ¿Qué más se puede pedir?
—Sabes, Eduardo, hay un dicho que dice: “Camino de herradura, camino de amargura”. Así es exactamente lo que siento con tu madre.
—Qué inesperado. ¿Por qué no hablaste antes? Siempre creí que vosotros disfrutabais. Que pasar las vacaciones en casa de mis padres era ideal. Verles a ellos y que vosotros lo pasaseis bien. ¿Qué falla, Elena?
—Todo. Desde el minuto en que irrumpimos con nuestra tropa, se les desmorona a tus padres su mundo perfecto, apacible y rutinario.
—Nunca lo noté. Me parece, Elena, que te lo inventas. Te estás volviendo muy imaginativa con los años.
—Eduardo, querido, es que tú allí siempre estás ocupado, ayudando en el corral. Casis no pasas tiempo conmigo o con los niños. Siempre tratas de complacer a tus padres. Yo lo veo y oigo todo: los comentarios hirientes de tu madre, la mirada torva de tu padre. ¿Crees que me gusta? Llevamos diez años casados, y siento que Concepción aún no acepta que fui yo quien te eligió. Quizás ni le agrada que ahora tengas tu propia familia.
—¡Pero qué cosas dices, Elena! —Su marido se removía, cansado ya de la charla ingrata.
—Hagamos esto. Iremos a casa de tus padres, vayamos. Pero tú estate atento a lo que acontece allí. Entonces creo que entenderás. Y no estarás enfadado conmigo, pensando que soy caprichosa o crítica con tu madre.
En eso quedaron.
* * *
Los días siguientes, Elena preparó las maletas para la familia, mientras Eduardo andaba taciturno como tarde de lluvia. Las palabras de su esposa lo habían tocado.
El camino hacia Burgos, donde vivían sus padres, duraba unas cuatro horas. Elena intentaba, todo lo posible, alegrar el ambiente. Cantaba, jugaba con los pequeños en el asiento trasero. Comprendía que a Eduardo le dolieron sus palabras, pero ya no podía callar más.
Demasiado tiempo había sido Elena la buena para
Y bajo el sol de Castilla que doraba los campos, mientras el coche tomaba la carretera hacia Santander, Eduardo prometió para siempre elegir la felicidad de su familia.