¿Quién es mi padre?

—¿Y quién es mi padre?

—Ana, ¿vamos al cine el domingo?

—No sé. Mi madre no me deja salir por las noches. Solo de día.

—Vamos de día entonces. ¿Compro las entradas? —preguntó Javier con esperanza.

Ana levantó la vista y miró hacia las ventanas del tercer piso. ¿Había visto el rostro de su madre asomarse o era imaginación suya? Su humor se estropeó al instante. Cogió su mochila de las manos de Javier y dio un paso atrás.

—Vale, me voy. Hasta mañana. —Y se dirigió deprisa hacia el portal.

«Siempre vigilándome como si fuera una delincuente. Todas mis amigas salen con chicos, y a mí solo me dejan de día. Todos tienen padres normales, y yo…», pensó Ana, irritada, mientras subía las escaleras.

Al entrar en el piso, se quitó los zapatos en silencio, apagó la luz del recibidor y pasó de puntillas por delante de la habitación de su madre.

—¿Vas a cenar? —la voz de su madre la alcanzó justo cuando iba a agarrar el pomo de su puerta.

Ana puso los ojos en blanco y se volvió hacia ella.

—¿Y si no quiero? —contestó con descaro.

—¿Por qué me contestas así?

—¿Por qué me vigilas todo el tiempo? —replicó Ana, esquivando la pregunta.

—No te vigilaba. Solo miraba por la ventana —respondió su madre con calma.

—Ah, claro. Nunca te veo mirar por la ventana cuando estoy en casa —respondió con sarcasmo—. Tengo que estudiar.

Entró en su habitación y cerró la puerta de golpe. Encendió la luz y empezó a contar en silencio: «Uno, dos, tres…».

Normalmente, al llegar al cinco, su madre entraba furiosa, repitiendo lo mismo de siempre: que no merecía ese trato, que su hija era una maleducada, una rebelde sin control. Que si volvía a cerrarle la puerta en las narices…

Llegó al diez, y su madre no apareció. Le pareció extraño. Se cambió de ropa, sacó los libros de la mochila y se sentó frente al escritorio.

Tenía hambre, pero ¿acaso su madre la dejaría comer en paz? Seguro que iría a la cocina, se sentaría frente a ella y empezaría el interrogatorio. ¿Cómo no iba a contestar mal? Oyó pasos acercándose y se inclinó sobre el libro, fingiendo que leía con atención. «Ahora empieza».

Su madre abrió la puerta.

—¿Te molesto? —preguntó al entrar.

Eso sí que era raro. Su madre nunca pedía permiso.

—Tengo que decirte algo —comenzó, sentándose en la cama.

Ana seguía fingiendo leer, pero no entendía ni una palabra. Esperaba, tensa.

—Me ha llamado una mujer… Vivía con tu padre. Me ha dicho que ha muerto… El funeral es mañana —habló su madre con voz firme, haciendo pausas, algo muy inusual en ella.

—¿Cómo ha muerto? —Ana levantó la vista del libro, asustada.

—Un infarto. Si vienes al funeral, ponte algo oscuro.

—¿Y lo dices así, tan tranquila? —Ana se levantó de golpe, haciendo chirriar la silla—. ¡Estás hablando de la muerte de mi padre! «Ponte algo oscuro» —la imitó con resentimiento.

—Es imposible hablar contigo —su madre suspiró y se levantó—. Por cierto, él nos abandonó. ¿O ya lo olvidaste?

—¡Porque tú nunca lo quisiste! —Ana apenas podía respirar entre lágrimas.

—No grites. No hables de lo que no sabes —contestó su madre, irritada.

—Lo sé. Papá me lo dijo antes de irse. Dijo que jamás lo habías querido. ¿Para qué te casaste con él? Mejor te hubieras ido tú y nos dejabas a los dos solos. Él sí me quería, a diferencia de ti. —La voz le falló. Se dejó caer en la silla, apoyó la cabeza en los brazos y lloró desconsolada.

Sintió el contacto de su madre en su hombro, pero se estremeció y la apartó.

—Mañana llamaré al colegio y avisaré de que faltarás —dijo su madre con la misma tranquilidad antes de salir.

Cuando se calmó, Ana sacó un álbum de fotos del cajón y se sentó en la cama. Encontró una de las pocas imágenes donde aparecía con su padre. Él sonreía, y ella sostenía un algodón de azúcar. Sacó la foto y siguió llorando mientras la miraba.

***

Su padre se fue cuando Ana estaba en quinto de primaria. Nunca los había oído discutir, así que el divorcio fue una sorpresa. Sus padres apenas hablaban. No se reían, no se besaban, no había complicidad, como los padres de su amiga Lucía.

—Papá, ¿te vas para siempre? —le preguntó Ana cuando él la recogió un día del colegio.

—No puedo seguir así. Tu madre no me quiere. Ya aguanté demasiado.

—Yo sí te quiero —le aseguró Ana.

—Y yo a ti —él le acarició el pelo—. Así son las cosas. Cuando crezcas, lo entenderás. Obedece a tu madre. —La acompañó hasta casa, pero no entró.

—¡Papá! —Ana le gritó, pero él no se volvió.

—Tiene otra mujer —le explicó su madre más tarde.

—¿Y tiene hijos? —preguntó Ana.

—No lo sé, quizá…

***

—Ana, despierta —oyó la voz de su madre—. Tenemos que ir al tanatorio.

Ana abrió los ojos de golpe y se incorporó, buscando algo entre las sábanas.

—¿Buscarás esta? —su madre señaló la foto que estaba sobre la mesa—. Date prisa, que llegaremos tarde. —Salió sin esperar respuesta.

Cuando Ana, vestida con vaqueros y un jersey negro, entró en la cocina, su madre tomaba café. Ana no podía comer. Se sentó frente a ella y miró por la ventana. Su madre lavó la taza.

—¿Lista? Vámonos. —No hablaron más hasta llegar al tanatorio. Había poca gente. Ana no conocía a nadie. Todos permanecían en silencio, cerca de las paredes, excepto una mujer bajita y regordeta, que sollozaba junto al ataúd, secándose los ojos enrojecidos.

A Ana le temblaba el cuerpo. Nunca había estado en un funeral. El hombre del ataúd no se parecía en nada a su padre. Solo miraba la foto enmarcada junto a él. Así era como lo recordaba. Su madre permanecía serena, distante, sin una lágrima, como si fuera el funeral de un desconocido.

Después, todos subieron al autobús hacia el cementerio. Dos mujeres hablaban en voz baja. Decían que era una pena que no hubiera tenido hijos con Nina, que ahora ella estaba sola. También mencionaban a Ana y su madre, pero bajando aún más la voz. Ana solo entendió algunas palabras.

En el cementerio hacía frío. Caía una llovizna helada. Todos esperaban en silencio. Por fin, cerraron el ataúd y lo bajaron a la fosa. Cuando empezaron a echar tierra, todos lloraron, incluso Ana. Su madre seguía apartada, con los ojos secos.

No fueron al velatorio. Ana estaba agradecida. No podría haber tragado bocado.

—¿De verdad no lo querías? Ni siquiera fingiste llorar —dijo Ana mientras tomaban té caliente en la cocina—. Hizo bien en irse. —Se levantó y se encerró en su habitación.

Se acurrucó bajo la manta, intentando no pensar. El atardecer ya enturbiaba la habitación cuando su madre apareció y se sentó a sus pies. Ana fingió dormir.

—El”Ana, mañana iremos a buscar a tu verdadero padre”, dijo su madre con voz firme, rompiendo el silencio de la habitación.

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