**”¿Y ahora quién eres para mí?”** — Treinta años después, mi padre regresó a mi vida… y acabó en el hospital.
Alejandro volvió del trabajo al atardecer. Aparcó su coche en el vecindario de Carabanchel, en Madrid, sacó dos bolsas pesadas de la compra del maletero y se dirigió al portal. Iba a marcar el código cuando escuchó una voz que lo llamaba:
—¿Alejo? ¿Eres tú?
Se dio la vuelta. En un banco cercano estaba sentado un anciano, desaliñado, con una chaqueta raída, una barba gris despeinada y una mirada apagada. Parecía sin techo. Alejandro frunció el ceño.
—Disculpe, ¿me conoce?
—Alejo… Soy Víctor. Tu padre. ¿De verdad no me reconoces?
Alejandro dio un paso atrás, como si le hubieran golpeado. Su padre. El mismo que los abandonó a él y a su madre casi treinta años atrás, cuando apenas tenía nueve. Y ahora aparecía allí, como si nada hubiera pasado.
—Supe tu dirección por Lidia, amiga de tu madre, que en paz descanse… Me contó que Carmen había fallecido. Y yo no lo sabía. No supe nada. Dios, cómo habrá sufrido, mientras yo estaba perdido…
—¿Dónde estabas? —lo interrumpió Alejandro con rabia—. ¿Dónde estabas cuando mamá lloraba por las noches? ¿Cuando yo le preparaba té porque te habías ido otra vez de «fiesta»? ¿Cuando le levantaste la mano a ella… y a mí? ¿Lo olvidaste? Porque yo no.
—Hijo, ¿qué sentido tiene remover el pasado? Después tampoco fue fácil con Lucía. Al principio era divertido, bebíamos, ella estaba contenta porque me había ido. Pero luego… todo se torció. Dinero, peleas. No tuvimos hijos. Su hija acabó echándome a la calle. Y ya. Ahora no soy nadie. Pero ¿recuerdas cuando te llevaba al Retiro? Cuando te compraba aquella horchata…
—¿En serio? ¿Crees que con un vaso de horchata lo arreglas todo? ¿Te olvidaste de que antes de irte vaciaste el cajón donde mamá guardaba los ahorros? ¿Que le escupiste en la cara al marcharte para «vivir mejor»? ¡¿Lo has olvidado?! ¡Yo no!
Alejandro giró bruscamente y entró en el portal, dejando a su padre en el banco. Temblaba de rabia. En casa lo recibió su mujer, Laura.
—¿Qué te pasa? Pareces un fantasma…
—Mi padre. Ha vuelto. Estaba ahí fuera, sucio, hecho un harapo. Dice que no tiene a nadie y que necesita ayuda. ¡Treinta años sin una palabra y ahora se acuerda de que tiene un hijo!
—Tal vez deberías hablar con él…
—¡No es nada para mí! ¡Ni una pizca de compasión!
Laura calló. Alejandro se encerró en el dormitorio, pero no podía dormir. Las imágenes volvían: los gritos, las lágrimas de su madre, la noche en que su padre arrastró la maleta y cerró la puerta.
Tres días después, su padre lo esperaba de nuevo. Humilde, con esperanza.
—Hijo… Lo entiendo. Pero tú tienes tu vida ahora… ¿No habrá un rincón para mí? Aunque sea un plato de comida…
—¿Y dónde estabas cuando necesitaba zapatos para el colegio? ¿Dónde estabas cuando mamá enfermó? Nadie me ayudó entonces. Y yo no te debo nada. ¡Desaparece!
Su padre bajó la cabeza sin decir más.
A la mañana siguiente, llamaron a la puerta. Una joven con uniforme médico:
—Buenos días, ¿es usted Alejandro? Su padre está ingresado en el hospital. Lo agredieron en la calle, dicen que se enzarzó en una pelea. Pidió que le avisara. No tiene a nadie más…
—¿Y qué? Yo no soy su familia. No significa nada para mí.
—Pero… dijo que tenía un hijo al que quiere… Lo siento.
Y ya en la puerta:
—Está en el Hospital Universitario La Paz, en la tercera planta…
Laura lo escuchó.
—Ale… ¿Y si vamos? Solo para ver cómo está…
Una hora después, llegaron. Con comida y ropa limpia. El médico los recibió:
—Su estado es grave. El hígado. Lleva años bebiendo. No le queda mucho…
En la habitación, su padre lo miró, y los ojos se le llenaron de lágrimas.
—Has venido… Lo sabía. ¿Esta es Laura? Mi nuera… ¿Tenéis hijos? Aunque sea verlos una vez…
Dos días después, regresaron con su hija pequeña. El viejo la miró como a un milagro, acarició su manita y lloró.
—Dios mío… Pareces a tu abuela. Tan bonita… Sé feliz, mi niña…
Al cuarto día, llamó a Alejandro.
—Perdóname, hijo… Por todo. Por no quererte. Por hacer sufrir a tu madre. Perdón…
Alejandro le cogió la mano. Con fuerza. En silencio. Era la única forma de decir: «Está perdonado».
Una semana después, falleció. Alejandro organizó el funeral. Lo enterró junto a su madre. Nadie más fue. Pero, por primera vez en años, sintió paz.
No debía nada. Pero hizo lo que debía… por dignidad. *A veces, el perdón llega tarde. Pero cuando llega, libera más al que lo da que al que lo recibe.*