Querida suegra, ¡te invito a nuestro divorcio!

Querida suegra, ¡te invito a nuestro divorcio!

Cuando su hijo abrió la puerta de su piso en Barcelona, la señora Carmen López, al cruzar el umbral, preguntó con voz temblorosa:

—¿Estás solo?

—Pues sí… —respondió Álvaro, sorprendido.

—¿Y dónde está Nuria? ¿Ya se fue? ¿Se acabó todo? —La voz de la suegra temblaba de inquietud.

—Mamá, ¿de qué hablas? —Álvaro se encogió de hombros, sin entender.

—Entonces llegué tarde… —Carmen suspiró hondo, entró al salón y se sentó en el borde del sofá, como si temiera ocupar demasiado espacio—. Vine demasiado tarde.

—Mamá, ¿qué pasa? —Álvaro se puso alerta, sintiendo cómo crecía la inquietud en su pecho.

—¿Quieres decirme que todo está bien? —Lo miró con recelo, como si ocultara algún terrible secreto.

—¿Acaso algo no está bien? —Él se sintió perdido, sin saber adónde quería llegar su madre.

—Hijo, ¡explícame ahora mismo qué tontería es esta! —Carmen rebuscó en su bolso, sacó una postal con una rosa marchita y se la entregó con firmeza—. Esto estaba en mi buzón esta mañana. ¡Una invitación al divorcio!

Álvaro tomó la postal, leyó el texto escrito con letra pulcra: *«Querida suegra, te invito a nuestro divorcio. Tu nuera, Nuria.»* Se quedó inmóvil, sin creer lo que veía.

—Mamá, ¿en serio piensas que esto es real? —preguntó, intentando ocultar su confusión.

—¡¿Acaso crees que me la escribí a mí misma?! —Carmen levantó las manos, su voz temblaba de rabia—. ¡Venga ya!

—No, solo que… ¿Nuria? ¿En serio?

—¿Quién es Nuria?

—Bueno, tu nuera…

—¡Álvaro, basta de evasivas! Cuéntame la verdad. ¿Llegaron al divorcio? ¡Si ni siquiera llevan un año casados! ¿Dónde está ella ahora?

—Mamá, cálmate, todo está bien. Nuria está en el trabajo… supongo. Esta mañana fue todo normal. Esto debe ser una broma. ¿Por la paella, tal vez?

—¿Una broma? ¿Por la paella? —Carmen lo miró como si hubiera perdido la cabeza—. ¡¿Crees que por una paella se puede bromear así?!

—Bueno, sí, por la paella —Álvaro se rascó la nuca con incomodidad—. Ayer la hizo por primera vez. Le dije que… no le había salido muy bien. No como la tuya.

—¿Y luego? —La suegra entrecerró los ojos, presintiendo un giro dramático.

—Se enfadó, amenazó con tirarla. Dijo que no volvería a cocinar hasta que me la comiera toda. Yo, de broma, le dije que pediría el divorcio si dejaba de cocinar.

—¡¿De broma?! ¡¿Le mencionaste el divorcio como broma?! —Carmen se levantó del sofá, sus ojos brillaban de indignación—. ¡No me extraña que te mandara esa postal!

—Luego le expliqué que era broma, pero ya habíamos discutido…

—¡Ay, hijo, igual que tu padre! —Marchó directa a la cocina—. ¿Dónde está esa paella? ¡Tráela!

—¿Para qué? —Él la siguió, desconcertado.

—Para comerla. ¿Entendido?

—Mamá, no está buena…

—¡Ya verás tú lo que está «no buena»! ¡A la cocina, ahora!

Carmen encontró la paellera, la puso al fuego y encendió el gas.

—¡Ven aquí! —su voz sonó como una orden militar.

—Mamá, pero… —Álvaro intentó protestar, pero calló ante su mirada.

—¡Y las llaves del piso!

—¿Para qué? —Se quedó helado.

—¡Ahora mismo!

Con resignación, entregó las llaves. Su madre las guardó en el bolsillo de su chaqueta.

—¡Siéntate! —ordenó, sirviendo dos platos.

Tomó el primer bocado sin apartar los ojos de él. Álvaro, a regañadientes, hizo lo mismo.

—¿Y a esto le llamas no estar buena? —Carmen arqueó una ceja—. ¡Está perfecta!

—La tuya es mejor… —murmuró él, jugando con el tenedor.

—¡Yo llevo treinta años cocinando! ¡Y tu mujer está aprendiendo! ¡Come y no protestes!

Durante cinco minutos, solo se escucharon los cubiertos. Cuando Álvaro terminó, extendió la mano:

—Mamá, ya está. Dame las llaves.

—No. Primero, deberes.

—¿Qué deberes? —se quedó perplejo.

—Ahí, en la estantería, está el libro *«Recetas tradicionales para toda la familia»*. El domingo, tu padre y yo venimos a comer. Y tú, querido mío, cocinarás tres platos de ahí.

—¿Yo? —casi se atraganta—. ¡Pero si tengo mujer!

—No, no. Ella solo picará la cebolla. Lo demás, cosa tuya. Y yo elogiaré su paella. Y tú… ¡pidiendo divorcios! Cuando lleves veinte años casado como nosotros, entonces hablamos.

—Vale… —refunfuñó, bajando la mirada.

—¡Y sin quejarse! Si te veo flojo, tu padre te dará una lección. Ya sabes lo poco que le gusta comer mal…

Carmen se levantó, lanzándole una última mirada severa. Por dentro, su mente bullía: *¿Cómo proteger a estos jóvenes de sus tonterías? ¿Cómo hacerle ver que el amor no son solo bromas, sino también valorar al otro, aunque la paella lleve demasiado azafrán?*

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