Querida suegra, ¡te invito a nuestro divorcio!

**Mi querida suegra, ¡la invito a nuestro divorcio!**

Cuando mi hijo abrió la puerta de su piso en Zaragoza, María Luisa, al cruzar el umbral, preguntó con voz temblorosa:

—¿Estás solo?

—Pues sí… —respondió Alejandro, sorprendido.

—¿Y dónde está Pilar? ¿Ya se ha ido? ¿Se acabó todo? —La voz de mi suegra temblaba de angustia.

—Mamá, ¿de qué hablas? —Alejandro se encogió de hombros, desconcertado.

—Entonces llegué tarde… —María Luisa suspiró hondo, entró en el salón y se sentó al borde del sofá, como si temiera ocupar demasiado espacio. —Demasiado tarde…

—Mamá, ¿qué pasa? —Alejandro se puso en guardia, sintiendo un nudo en el pecho.

—¿Quieres decirme que todo está bien? —Lo miró con recelo, como si ocultara algún terrible secreto.

—¿Algo no va bien? —Alejandro se sintió perdido, sin entender adónde quería llegar su madre.

—Hijo, ¡explícame ahora mismo qué tontería es esta! —María Luisa rebuscó en su bolso, sacó una postal con una rosa marchita y se la entregó con firmeza. —Esta mañana la encontré en mi buzón. ¡Una invitación al divorcio!

Alejandro tomó la postal, leyó el texto escrito con pulcritud: *«Mi querida suegra, ¡la invito a nuestro divorcio! Su nuera, Pilar»*. Se quedó paralizado, sin creer lo que veía.

—Mamá, ¿en serio crees que esto es real? —preguntó, intentando disimular su desconcierto.

—¿O sea que ahora te atreves a decir que me la escribí yo? —María Luisa levantó las manos, su voz temblaba de indignación.

—No, pero… ¿Pilar? ¿En serio?

—¿Quién es Pilar?

—Pues… tu nuera.

—Alejandro, ¡deja de vacilar! ¡Cuéntame la verdad! ¿Os vais a divorciar? ¡Si ni siquiera lleváis un año juntos! ¿Dónde está ella ahora?

—Mamá, tranquila, todo está bien. Pilar está en el trabajo… supongo. Esta mañana todo era normal. Esto seguro que es una broma. Por la paella, quizá…

—¿Una broma? ¿Por la paella? —María Luisa lo miró como si se hubiera vuelto loco. —¿Te parece gracioso bromear así?

—Sí, por la paella —Alejandro se rascó la nuca, incómodo—. Ayer la hizo por primera vez. Y le dije que… no le había salido muy bien. No como la tuya.

—¿Y luego? —La suegra entrecerró los ojos, presintiendo un giro dramático.

—Se enfadó, quiso tirarla. Luego dijo que no volvería a cocinar hasta que me la acabara toda. Yo, de broma, le solté que pediría el divorcio si dejaba de cocinar.

—¿Broma? ¡¿Le hablaste de divorcio en broma?! —María Luisa se levantó del sofá, los ojos brillantes de furia.

—Luego le expliqué que era una broma, pero ya era tarde…

—¡Sacaste eso de tu padre! —Marchó hacia la cocina—. ¿Dónde está esa paella? ¡Tráela!

—¿Para qué? —Alejandro la siguió, confundido.

—Para comerla. ¿Entiendes?

—Mamá, no está buena…

—¡Te voy a enseñar yo lo que es “no estar buena”! ¡A la cocina, ahora!

María Luisa encontró la sartén con la paella, la puso al fuego.

—¡Ven aquí! —Su voz sonó a orden militar.

—Mamá, pero… —Intentó protestar, pero se calló ante su mirada.

—¡Y tráeme las llaves del piso!

—¿Para qué? —Se quedó helado.

—¡He dicho que las traigas!

Alejandro, cabizbajo, le entregó las llaves. Su madre las guardó en el bolsillo de su vieja chaqueta.

—¡Siéntate! —ordenó, sirviendo dos platos.

Cogió el tenedor y empezó a comer, sin apartar los ojos de él. Alejandro, resignado, la imitó.

—¿Y a esto le llamas “no estar buena”? —María Luisa alzó una ceja—. ¡Está decente!

—La tuya es mejor… —murmuró él, jugueteando con la comida.

—¡Tengo treinta años de práctica! ¡Y tu mujer está aprendiendo! ¡Come antes de que se enfríe!

Durante cinco minutos, solo se oyeron los cubiertos. Cuando Alejandro terminó, extendió la mano:

—Mamá, ya está. Dame las llaves.

—No —respondió ella con una sonrisa pícara—. Primero, deberes.

—¿Qué deberes?

—Ahí, en la mesa, está el libro *Recetas tradicionales de España*. El domingo, tu padre y yo venimos a comer. Y tú, cariño, cocinarás tres platos de ese libro.

—¿Yo? —Alejandro casi se atraganta—. ¡Si tengo mujer!

—No, no. Ella cortará la cebolla. Lo demás, contigo. Y yo elogiaré su paella. Pero tú… ¡pidiendo el divorcio! Si quieres hablar como tu padre y yo, espera a vivir veinte años con ella.

—Vale… —refunfuñó, bajando la vista.

—¡Y sin protestar! Si te quejas, tu padre te arrancará la piel. Ya sabes lo que le gusta comer bien…

María Luisa se levantó, lanzándole una última mirada severa, llena de determinación. Por dentro, su mente ardía: ¿cómo proteger a esta pareja de sus tonterías? ¿Cómo hacerle ver que el amor no son solo bromas, sino también saborear cada gesto, aunque la paella esté un poco salada?

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